El sueño del celta
Mario Vargas Llosa
Alfaguara
Por Daniel Salinas Basave
Sentado en los mismísimos cuernos de la luna con su Premio Nobel en las manos, Mario Vargas Llosa entrega al mundo su nueva novela, El sueño del celta, que de inmediato se transforma en un fenómeno editorial. Los astros parecen haberse alineado, pues el veredicto en Estocolmo se da apenas unos días antes de que el nuevo libro salga calientito del horno, listo para convertirse en la chica más deseada de ese baile llamado Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Los premios suelen ser los mejores agentes de ventas. Editores y libreros se frotan las manos, pues el celta salva su Navidad y su año entero. El sueño del celta ha sido el best seller inmediato por excelencia de Vargas Llosa. Lástima que esté muy lejos de ser su mejor novela. Vaya, si uno tuviera que anotar las cinco novelas de Vargas Llosa que se llevaría a una isla desierta, sin duda El sueño del celta no estaría ahí. Pero en otoño de 2010 Vargas Llosa pudo haber escrito lo que quisiera. Pudo ser un libro sobre Robert Casement o un cuento que se titulara Pimpón es un muñeco e igual hubiera sido un fenómeno. Bastaba con su firma de recién premiado para asegurar un éxito rotundo. Aunque el peruano ha estado siempre en el gran aparador literario, para muchos jóvenes o para lectores de ocasión seducidos por la moda, El sueño del celta será su primera aproximación a este autor fundamental y la verdad de las cosas, es que no es la mejor puerta de entrada. ¿Qué le falta al celta? Vayamos al grano: le falta malicia literaria. Sí, el comentario puede parecer el colmo de lo pretencioso en una reseña, máxime cuando estamos hablando de un novelista mayor, pero si cedemos al vicio de la odiosa comparación poniendo como único punto de referencia al mismo Vargas Llosa en un espejo, la conclusión es que el peruano no se superó a sí mismo. Sí, sabemos que lo suyo es abrevar de la tradición de la novela decimonónica, de ese arte mayor de Víctor Hugo y Tolstoi y El sueño del celta se inscribe, o busca inscribirse, dentro de esa escuela. La cuestión es que tanto la estructura narrativa como la psicología de los personajes acaban por parecer propios de una novela juvenil a lo Emilio Salgari o Walter Scott. Nada contra esos autores que hicieron de nuestra infancia una delicia, pero digamos que del autor de un pedazo de leyenda como Conversación en la Catedral, se esperaba un poco más. Vargas Llosa ya ha apostado en el pasado por novelar vidas de personajes históricos como hizo con Flora Tristán en El paraíso en la otra esquina y es precisamente en este espejo donde su nueva obra sale perdiendo. La fiesta del Chivo, por ejemplo, es el más alucinante retrato literario del tirano tropical encarnado en el dominicano Rafael Leonidas Trujillo. Es una novela hecha y derecha, no una biografía. El sueño del celta en cambio, no pasa de ser una biografía novelada del activista irlandés Roger Casement. Como apuesta literaria es conservadora, casi lineal, sin complicación alguna. Una historia que Hollywood sin duda agradece, pues sus personajes y sus valores son perfectamente asimilables. El tema, la explotación del buen salvaje por el hombre blanco y la historia del colonizador colonizado, nos suena a que ya lo hemos visto o leído en alguna parte. Roger Casement, el irlandés que va a trabajar al Congo belga con la certeza de estar contribuyendo a una misión civilizadora y liberadora, sólo para descubrir que el malo de la película, el bárbaro, el depredador y el caníbal, es el hombre blanco. El tema del Congo belga obsesiona a Vargas Llosa desde hace algún tiempo y en uno de los primeros números de Letras Libres escribió acerca de la herencia del Corazón de las Tinieblas de Josph Conrad y describió al rey Leopoldo como un genocida casi tan cruel como Hitler o Stalin. La novela carga a cuestas elevadísimas dosis de crudeza y no es en cuanto a temática, una novela fácil o complaciente. Sí lo es en cambio en cuanto a estructura narrativa y complejidad literaria. Comparada con la muy rosa Travesuras de la niña mala, el celta es un derroche de brutalidad. Su problema es la ausencia de esa gambeta narrativa que puede darle sorpresas al lector. La verdad, con o sin premio, soy y he sido lector del peruano. Empecé en mi adolescencia leyendo Los Cachorros (y recuerdo a la perfección el ardiente verano regio en que leí esa breve historia) y en las últimas dos décadas siempre ha habido un libro del de Arequipa cerca de mí. Sí, a mi me gusta Vargas Llosa y no voy a salir a decir, como tantos terorréicos, que después de Conversación en la Catedral no ha hecho nada bueno. Nada de eso. Con perdón de El otoño del patriarca y Yo el supremo, La Fiesta del Chivo me parece la más fascinante novela del dictador latinoamericano e incluso la muy rosa Travesuras de la niña mala me divirtió en demasía y a todo mundo que se la he recomendado, mujeres principalmente, les ha gustado mucho. Ni hablar de la divertida Tía Julia y el escribidor, que es un librazo. Vargas Llosa es, simplemente, de los mejores novelistas que parió el Siglo XX.
Antes que al activista comprometido contra los totalitarismos, rescato al amante de la Gran Novela. Mientras un coro de modernos postnarrativos se deleitan hablando sobre la muerte de la novela y alaban a Roberto Bolaño como la vaca sagrada de Latinoamérica, Vargas Llosa es un tipo que rescata la gran tradición del Arte Novelístico, así, con mayúsculas, alguien que es hijo de Julio Verne y Dumas, de Víctor Hugo, Flaubert y Balzac. Me emociona que mientras los teorréicos abominan de la Novela tradicional y se complacen en decir que como arte es el colmo de lo obsoleto y caduco, Vargas Llosa lo reivindica como la gran pieza de orfebrería literaria, un arte al que le han sobrado sepultureros y que en pleno Siglo XXI nos sigue poniendo cara de eternidad.