Eterno Retorno

Sunday, February 06, 2011


Cuando la peste se viste de princesa

Por Daniel Salinas Basave

Más mortífera que el cuchillo y la bala, la peste ha asegurado su eternidad como el jinete apocalíptico más temido. El pavor que genera fue el mismo en la aterrorizada Europa de 1348 flagelada por la muerte negra, que en el México de la primavera del 2009, paralizado por la amenaza de la gripe porcina. Las mayores mortandades en la historia de la humanidad han sido causadas por epidemias y la sombra acechante de la enfermedad es una pesadilla recurrente que los adelantos médicos no logran exorcizar. Más devastadora que las espadas de los conquistadores fue la viruela que arrasó al pueblo mexica en 1520 de la misma forma que la gripe española de 1918 causó muchas más bajas que los fusiles revolucionarios. Cuando la peste se viste de princesa, la Muerte se pasea triunfante en su fúnebre carruaje. La historiografía mexicana se ha preocupado demasiado por documentar guerras y procesos políticos, pero ha dejado de lado las epidemias que han matado a millones mexicanos, provocando que el aura de leyenda y mitología apocalíptica se imponga a una narrativa de corte científico. ¿Cuántos mexicas murieron víctimas de la viruela? Muy difícil tener una cifra exacta, pero en cualquier caso fueron muchos más que los muertos en el campo de batalla. La enfermedad fue para Cortés una mejor y más efectiva aliada que los tlaxcaltecas. Cuando los mexicas se alzaban triunfantes y Cortés lloraba al pie del ahuehuete de la Noche Triste, la sombra de la viruela ya acechaba las casas de la Gran Tenochtitlán. Apenas dos semanas después de expulsar a los europeos, la viruela llegó a los hogares aztecas. El emperador Cuitlahuac fue la víctima más célebre de la nueva enfermedad, exportada a Mesoamérica por los conquistadores extremeños. Imposible saber una cifra exacta de muertes causadas por la viruela. Toribio de Benavente Motolinia habla de poblaciones enteras devastadas, pues la viruela pronto se extendió más allá de Tenochtitlán. Los europeos, acostumbrados a estar en contacto con la enfermedad desde su más temprana infancia, eran resistentes al padecimiento, pero los organismos de los mesoamericanos no pudieron desarrollar defensa alguna contra el mal y empezaron a morir como moscas. Se calcula que en apenas un trienio, la viruela mató a tres millones y medio de indígenas. Por simple lógica matemática e imposibilidad material, un ejército de menos de 550 europeos jamás habría podido generar semejante catástrofe demográfica. Algunos años después, en 1576, el Virreinato de la Nueva España fue devastado por una peste que los naturales llamaron Matlatzahuatl. Por alguna razón, el Cometa Halley suele aparecerse en México como heraldo de grandes catástrofes. Moctezuma lo vio años antes de la llegada de los españoles y desde entonces no tuvo descanso. El cometa también se apareció en el México de las fiestas del Centenario de la Independencia en 1910 y pocos meses después estalló la Revolución. Pues bien, en 1575, el mismo cometa que maravilló al astrónomo Tycho Brahe en Praga, aterrorizó a los habitantes de la Ciudad de México. Semanas después se desarrolló entre los habitantes de la Nueva España la peste más terrible y desoladora que haya asolado al país en su historia. Muy poco se ha escrito sobre aquella epidemia, al grado que no se sabe exactamente si se trataba de una peste bubónica o un brote de tifus. Uno de los relatos más crudos sobre aquellos días lo ofrecen Vicente Riva Palacio y Manuel Payno en el célebre Libro Rojo, donde describe muertos amontonados en las calles o flotando en los canales entre ratas y aves carroñeras. La crónica del Libro Rojo habla de fiebres que hacían sentir al enfermo arder en las entrañas antes de reventar entre hemorragias nasales y bucales. La superstición e ignorancia ganaban la batalla a la precaria medicina y los pacientes morían sin remedio. Esta peste virreinal fue particularmente cruel con los indígenas y muy blanda con la población de origen europeo. Si bien los datos no son fidedignos, se habla de que esta epidemia cobró la vida de dos millones de personas. En tierra caliente, las epidemias de fiebre amarilla y cólera fueron comunes y particularmente crueles con los extranjeros recién llegados. Las epidemias tuvieron una decisiva influencia en el resultado de algunas guerras. No se trata de restarle méritos a las armas nacionales cubiertas de gloria, pero la derrota de la expedición de reconquista española encabezada en 1829 por Isidro Barradas fue derrotada por la fiebre amarilla antes que por Santa Anna en Tampico. Las enfermedades tropicales, fueron un aliado tan valioso para Ignacio Zaragoza como los indios zacapoaxtlas, pues a la hora de presentar batalla en Puebla, la tropa francesa venía diezmada por las fiebres. El problema fue que la enfermedad se volvió contra el triunfante general Zaragoza, que en la cima de su gloria y juventud, murió de tifus apenas cuatro meses después de la batalla del 5 de Mayo. Mucho se ha hablado del millón de muertos que costó la Revolución, pero mucho más devastador que la artillería de Villa y Obregón, resulto ser la gripe española que en 1918 asoló al mundo entero con particular ensañamiento en México. La de 1918 ha sido la última gran epidemia que ha sido capaz de influir en la demografía. En 2009 la sombra de la influenza H1N1 hizo presagiar un cataclismo de proporciones mayores en donde al final fue mayor el circo político-mediático. Cierto, los avances de la medicina nos hacen dormir con relativa tranquilidad, pero aún en pleno Siglo XXI el jinete apocalíptico sigue cabalgando en silencio cubierto por su aura de siniestra eternidad.