Así como no queriendo mucho la cosa y a las carreras, llegó el Bicentenario de la Independencia o al menos el punto más alto de esta “fiesta”, el momento en que empieza a tocar el mariachi y se destapa el mejor tequila. Cuando iniciamos con esta columna en el primer número de El Informador aquel 1 de octubre de 2009, el septiembre de los dos siglos parecía lejano, pero el 2010 tuvo prisa y corrió como un caballo desbocado. El punto culminante de la liturgia ha llegado ya, en medio de los cuestionamientos, el desencanto y la furia de un país que siente que no hay nada que celebrar. Lo que exactamente ocurrió hace 200 años poco importa. Celebramos una escena de aleatoriedad pura, una oda a la anárquica circunstancia. Entre una y otra taza de chocolate, un cura de pueblo se transforma en una madrugada de insomnio en el jefe de una revuelta populachera. El objetivo del alzamiento instigado por este párroco de villorrio -aunque pocos o ni uno solo de sus improvisados soldados lo entiende- es preservar la soberanía de esta tierra para el lejano e indiferente rey de una lejana e invadida España. Ese rey es un tipo llamado Fernando VII, uno de los más patéticos e insípidos monarcas paridos por la Borbona dinastía, quien jamás se enteró que existía un pueblo lejano llamado Dolores donde un 16 de septiembre de 1810 unos humildes desarrapados clamaron vivas a su nombre y se lanzaron a morir por él, a combatir la herejía francesa, aprovechando de paso la solemne ocasión para entregarse al pillaje. Con machetes y piedras, palos y hoces, esa muchedumbre, no tan distinta en actitudes y psicología de los macheteros de Atenco o los anarco-punks del CGH unamita, se lanzaron a recorrer los josealfredianos caminos de Guanajuato (que pasan por tanto pueblo) siguiendo a un párroco iluminado que ni en su más alucinado sueño de grandeza se imaginó que pasaría a la posteridad como el Padre de una patria que no existía, ni concebía, ni imaginaba, ni entendía. Iturbide y Santa Anna se pasaron la vida imaginando los monumentos y mausoleos que los honrarían en la posteridad y su destino –vaya escupitajo a su egocentrismo- fue el más triste olvido. Hidalgo, en cambió, se inmortalizó como el padre de una nación que jamás imaginó. La aleatoriedad, he llegado a creerlo, es una diosa de sofisticados caprichos. DSB
Tuesday, September 14, 2010
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