Podría escribir sobre los 61 tipos que han sido despachados al otro mundo en los últimos ocho días en esta ciudad nuestra, donde cada mañana aparece un montoncito de cadáveres con su respectivo narcomensaje con pésima ortografía. Podría escribir sobre la diversidad de los métodos de asesinato y tortura, sobre el hecho de que las masacres tijuaneras poco a poco pierden su esencia noticiosa y empiezan a chapotear en los pantanos del aburrimiento. Podría escribir sobre demasiadas cosas, pero mejor escribo sobre la mayoría de edad de mi primer tatuaje.
Mi primer tatuaje ya puede votar y beber en las cantinas
Mi primer tatuaje, uno muy feo e insignificante, cumplió 18 años el 5 de octubre. Luego entonces, mi primer tatuaje ya es mayor de edad, lo que yo no era cuando me lo hice (me faltaban dos años) A veces olvido que existe. Fue hecho, como todos los tatuajes de esa época, en una casa, por un amigo, con una maquinita amateur, con tintas inadecuadas. Hoy apenas puede distinguirse la figura de esa sombra de diablito negro que más parece una mancha que un dibujo, aunque en su momento estuvo lleno de significado. Tatuarse podía ser toda una declaración de principios en aquella época, algo más que un desafío.
Recuerdo muy bien a los primeros amigos que se tatuaron en México DF, allá por 1989. A todos, invariablemente, los tatuó El Piraña ¿Había alguien más? Enrique “El Gacela”, se tatuó en el hombro un engrane con una pintura rupestre en el centro, el símbolo de aquella banda alemana de industrial Einstürzende Neubauten. Marco Caturegli se hizo en la pierda la calavera de Corrosion of Conformity, aquella del símbolo nuclear y Rodolfo Cruz se hizo algún dibujo incomprensible en la espalda. “¿Y a poco eso ya no se quita?” era la pregunta inevitable en la prepa. “¿Qué vas a hacer cuándo seas grande y te arrepientas? ¿Qué le vas a decir a tus hijos?”. Que alguien se tatuara era absolutamente inconcebible en una prepa burguesa de La Herradura. De hecho era causa de expulsión inmediata, por lo que los tatuajes tenían que mantenerse ocultos. A muchos de los que después se rayaron y perforaron cada superficie disponible de su cuerpo, la idea les repugnaba en aquel entonces. Incluso el arete en la oreja izquierda era de por sí bastante mal visto, sinónimo de homosexualidad y degenere, además de hacer especial énfasis en que el hoyito quedaba marcado de por vida en la oreja, y aunque poco a poco empezó a ser aceptado, la sociedad estaba aún lejos de admitir al tatuaje. En el México de los ochenta eso de tatuarse era propio de pandillas de presidiarios, traileros o marineros, pero no estaba asociado al mundo de la contracultura juvenil como en Europa y Estados Unidos. Bon Scott, cantante de AC/DC, era absolutamente atípico y vandálico luciendo sus brazos tatuados a finales de los setenta.
Aún así, por ahí de 1987 algunas bandas empezaban a hacerse célebres por lo vistoso de sus tatoos. Junto con el célebre brazo de Nikki Six de Motley Crue, Guns and Roses empezaba a dar de que hablar con sus tatuajes. Kerry King de Slayer aún no tatuaba su cabeza, aunque Harley Flanagan de los Cro Mags y Phil Anselmo de los nacientes Pantera, además de Max e Igor Cavalera de Sepultura ya habían hecho de sus cuerpos auténticos murales. El disco Blood, Sugar, Sex, Magic, de los Red Hot Chili Peppers, incluía en su interior una galería de close ups en todos los tatuajes de los integrantes de la banda. A principios de los 90, las primeras revistas de tatuajes empezaron a acaparar espacios fuera de El Chopo y los recintos contraculturales y allá por 1992 ya se veían los primeros casos de burguesitas chilangas que le perdían el miedo al tatoo y decoraban su cuerpo con un discreto y pequeño dibujo.
Los lugares para tatuarse en México a finales de los 80 y principios de los 90, al menos los que yo conocía, eran dos: El Tutti Fruti y El Chopo. El tatuador era el mismo: El Piraña. Se que se hacían tatuajes en La Lagunilla, Tepito y otros sitios, pero jamás los visité. La idea de tatuarse a la entrada de un antro hoy parecía inconcebible, pero el trabajo del Piraña era parte del colorido del Tutti Frutti. Mientras retumbaba la música, en ocasiones en vivo, Piraña deslizaba su maquinita en la piel entre expresiones de dolor. En el Chopo la cosa se hacía bajo el Sol, apretujados en un puesto, sin grandes medidas de higiene. Ya por aquel entonces el Piraña podía presumir haber tatuado a los Caifanes (Insólitas Imágenes de Aurora) y poco después Alejandra Guzmán se transformó en la primer televisigolfa en pasar por su maquinita.
No estoy muy seguro, pero creo que el primer estudio profesional de tatuaje lo inauguraron El Piraña y El Ruso allá por 1992 en alguna calle de Coyoacán. Lo visité cuando volví a México DF ya como turista, aunque jamás me tatué ahí. Para entonces yo había vuelto a vivir a Monterrey, donde el tatuaje era tan subterráneo y clandestino como lo era en el DF en el 88. César, un tatuador underground, era ampliamente conocido en los círculos punketos. César empezó tatuando cholos y colombianos de la Granja Sanitaria, pero para 1992 no había personaje de la escena hard core- punk-metal cuya piel no hubiera pasado por su máquina. Hasta su casa en la Granja Sanitaria fui a caer un 16 de septiembre de 1996 para hacerme mi segundo tatuaje, en esta ocasión en la espalda. Recuerdo que el pago fue en especie, alguna botella o algo así. La operación se hizo en su cuarto, aunque la calidad de sus tintas era buena. A la fecha ese tatuaje sigue brillando y es tal vez el que más quiero. Exactamente cuatro años después volví a tatuarme con César, un 16 de septiembre de 1997, pero ya no fue en su casa y el pago no fue en especie. Fue en su flamante estudio Ritual, en Ruperto Martínez y Cuauhtémoc con cita de por medio, demasiadas medidas higiénicas y un precio especial pactado de 400 pesos. César poco a poco se había convertido en una celebridad y el tatuaje se masificaba en Monterrey. Fue mi último tatuaje y no operó aquello de Las Sabritas de “a que no te puedes hacer sólo uno”. Me hice tres en un periodo de siete años y ahora han pasado once sin que me haga uno más. No descarto uno nuevo en el futuro, pero por ahora me he acostumbrado a vivir con estos tres. En los 18 años que han pasado desde que me hice mi primer tatuaje la realidad del arte en la piel ha cambiado bastante en México y el mundo entero. Hoy en día todos los futbolistas, estrellas del pop, teiboleras, chicas guapas y yuppies empresariales lucen orgullosos su piel tatuada.
Que veinte años no es nada, diría Carlitos Gardel, pero cuando recuerdo la fauna y los santuarios contraculturales del México de 1988, caigo en la cuenta de que hay algo que se ha muerto sin posibilidad alguna de cristiana resurrección. Tatuarse en México a finales de los ochenta tenía el dulce sabor lo clandestino
Aunque trato de evadir esa pantanoso lugar común tan propio de los viejos, consistente en mitificar el pasado, me es inevitable sentir pena por la muerte de esa dosis de clandestinidad que envolvía todo en aquellos años. Sí, ya vendrán los jipitecas revoltosos de los sesenta a decirme que para sentimientos de clandestinidad y represión a lo bruto, nadie como Díaz Ordaz, pero aún así en 1988 las cosas arrastraban esa dosis de seductora trasgresión.
Mi primer tatuaje ya puede votar y beber en las cantinas
Mi primer tatuaje, uno muy feo e insignificante, cumplió 18 años el 5 de octubre. Luego entonces, mi primer tatuaje ya es mayor de edad, lo que yo no era cuando me lo hice (me faltaban dos años) A veces olvido que existe. Fue hecho, como todos los tatuajes de esa época, en una casa, por un amigo, con una maquinita amateur, con tintas inadecuadas. Hoy apenas puede distinguirse la figura de esa sombra de diablito negro que más parece una mancha que un dibujo, aunque en su momento estuvo lleno de significado. Tatuarse podía ser toda una declaración de principios en aquella época, algo más que un desafío.
Recuerdo muy bien a los primeros amigos que se tatuaron en México DF, allá por 1989. A todos, invariablemente, los tatuó El Piraña ¿Había alguien más? Enrique “El Gacela”, se tatuó en el hombro un engrane con una pintura rupestre en el centro, el símbolo de aquella banda alemana de industrial Einstürzende Neubauten. Marco Caturegli se hizo en la pierda la calavera de Corrosion of Conformity, aquella del símbolo nuclear y Rodolfo Cruz se hizo algún dibujo incomprensible en la espalda. “¿Y a poco eso ya no se quita?” era la pregunta inevitable en la prepa. “¿Qué vas a hacer cuándo seas grande y te arrepientas? ¿Qué le vas a decir a tus hijos?”. Que alguien se tatuara era absolutamente inconcebible en una prepa burguesa de La Herradura. De hecho era causa de expulsión inmediata, por lo que los tatuajes tenían que mantenerse ocultos. A muchos de los que después se rayaron y perforaron cada superficie disponible de su cuerpo, la idea les repugnaba en aquel entonces. Incluso el arete en la oreja izquierda era de por sí bastante mal visto, sinónimo de homosexualidad y degenere, además de hacer especial énfasis en que el hoyito quedaba marcado de por vida en la oreja, y aunque poco a poco empezó a ser aceptado, la sociedad estaba aún lejos de admitir al tatuaje. En el México de los ochenta eso de tatuarse era propio de pandillas de presidiarios, traileros o marineros, pero no estaba asociado al mundo de la contracultura juvenil como en Europa y Estados Unidos. Bon Scott, cantante de AC/DC, era absolutamente atípico y vandálico luciendo sus brazos tatuados a finales de los setenta.
Aún así, por ahí de 1987 algunas bandas empezaban a hacerse célebres por lo vistoso de sus tatoos. Junto con el célebre brazo de Nikki Six de Motley Crue, Guns and Roses empezaba a dar de que hablar con sus tatuajes. Kerry King de Slayer aún no tatuaba su cabeza, aunque Harley Flanagan de los Cro Mags y Phil Anselmo de los nacientes Pantera, además de Max e Igor Cavalera de Sepultura ya habían hecho de sus cuerpos auténticos murales. El disco Blood, Sugar, Sex, Magic, de los Red Hot Chili Peppers, incluía en su interior una galería de close ups en todos los tatuajes de los integrantes de la banda. A principios de los 90, las primeras revistas de tatuajes empezaron a acaparar espacios fuera de El Chopo y los recintos contraculturales y allá por 1992 ya se veían los primeros casos de burguesitas chilangas que le perdían el miedo al tatoo y decoraban su cuerpo con un discreto y pequeño dibujo.
Los lugares para tatuarse en México a finales de los 80 y principios de los 90, al menos los que yo conocía, eran dos: El Tutti Fruti y El Chopo. El tatuador era el mismo: El Piraña. Se que se hacían tatuajes en La Lagunilla, Tepito y otros sitios, pero jamás los visité. La idea de tatuarse a la entrada de un antro hoy parecía inconcebible, pero el trabajo del Piraña era parte del colorido del Tutti Frutti. Mientras retumbaba la música, en ocasiones en vivo, Piraña deslizaba su maquinita en la piel entre expresiones de dolor. En el Chopo la cosa se hacía bajo el Sol, apretujados en un puesto, sin grandes medidas de higiene. Ya por aquel entonces el Piraña podía presumir haber tatuado a los Caifanes (Insólitas Imágenes de Aurora) y poco después Alejandra Guzmán se transformó en la primer televisigolfa en pasar por su maquinita.
No estoy muy seguro, pero creo que el primer estudio profesional de tatuaje lo inauguraron El Piraña y El Ruso allá por 1992 en alguna calle de Coyoacán. Lo visité cuando volví a México DF ya como turista, aunque jamás me tatué ahí. Para entonces yo había vuelto a vivir a Monterrey, donde el tatuaje era tan subterráneo y clandestino como lo era en el DF en el 88. César, un tatuador underground, era ampliamente conocido en los círculos punketos. César empezó tatuando cholos y colombianos de la Granja Sanitaria, pero para 1992 no había personaje de la escena hard core- punk-metal cuya piel no hubiera pasado por su máquina. Hasta su casa en la Granja Sanitaria fui a caer un 16 de septiembre de 1996 para hacerme mi segundo tatuaje, en esta ocasión en la espalda. Recuerdo que el pago fue en especie, alguna botella o algo así. La operación se hizo en su cuarto, aunque la calidad de sus tintas era buena. A la fecha ese tatuaje sigue brillando y es tal vez el que más quiero. Exactamente cuatro años después volví a tatuarme con César, un 16 de septiembre de 1997, pero ya no fue en su casa y el pago no fue en especie. Fue en su flamante estudio Ritual, en Ruperto Martínez y Cuauhtémoc con cita de por medio, demasiadas medidas higiénicas y un precio especial pactado de 400 pesos. César poco a poco se había convertido en una celebridad y el tatuaje se masificaba en Monterrey. Fue mi último tatuaje y no operó aquello de Las Sabritas de “a que no te puedes hacer sólo uno”. Me hice tres en un periodo de siete años y ahora han pasado once sin que me haga uno más. No descarto uno nuevo en el futuro, pero por ahora me he acostumbrado a vivir con estos tres. En los 18 años que han pasado desde que me hice mi primer tatuaje la realidad del arte en la piel ha cambiado bastante en México y el mundo entero. Hoy en día todos los futbolistas, estrellas del pop, teiboleras, chicas guapas y yuppies empresariales lucen orgullosos su piel tatuada.
Que veinte años no es nada, diría Carlitos Gardel, pero cuando recuerdo la fauna y los santuarios contraculturales del México de 1988, caigo en la cuenta de que hay algo que se ha muerto sin posibilidad alguna de cristiana resurrección. Tatuarse en México a finales de los ochenta tenía el dulce sabor lo clandestino
Aunque trato de evadir esa pantanoso lugar común tan propio de los viejos, consistente en mitificar el pasado, me es inevitable sentir pena por la muerte de esa dosis de clandestinidad que envolvía todo en aquellos años. Sí, ya vendrán los jipitecas revoltosos de los sesenta a decirme que para sentimientos de clandestinidad y represión a lo bruto, nadie como Díaz Ordaz, pero aún así en 1988 las cosas arrastraban esa dosis de seductora trasgresión.