La diplomacia del chingazo
En este mundo de adulta hipocresía, llega un momento en que extraño la honesta diplomacia de los chingazos. Cuando eres niño, adolescente o incluso joven, aquel a quien le cagas la madre te lo hace saber. Los odios, los rencores y las envidias no tienen demasiado tiempo para incubarse en cocinas conspiradoras y cuchicheos de pasillo. En el colegio, si dos personas se detestan o tienen alguna diferencia, dirimen el asunto a puño limpio y asunto arreglado. Pero ser adulto significa ser hipócrita, regalar saludos falsos o silencios incómodos en nombre de lo políticamente correcto. Los adultos suelen ser trepadores, rencorosos, atiborrados de envidias y malos deseos. Toda sociedad o congregación adulta es un vil juego de poder en donde los chingazos reales son muy mal vistos. Ello provoca una eterna incubación de mala leche que hierve sin poder jamás brotar.
En lo personal no odio a nadie. Mis furias van contra instituciones o sistemas, pero no contra personas. No hay alguien que sea digno ni capaz de recibir en su ser toda mi energía negativa. Sin embargo, sí puedo percibir en torno a mí la mala vibra, el rencor añejado, la conspiración rastrera, el puerco y eterno comadreo contra el ausente. ¿Qué otra cosa podía esperar? Me desempeño profesionalmente en un mundo politiquete donde lo que sobran son rémoras y trepadores. Periodismo político: sucio corral donde hierven bajas pasiones. Los burócratas están acostumbrados a la zancadilla y la puñalada trapera como único medio posible de supervivencia. Y sí, lo admito, yo no hago nada por resultar tan siquiera un poquito simpático o caer bien. Tal vez un poco más de empatía y sonrisa falsa me hubieran ayudado en la vida. Ser sencillito, darles por su lado y dedicar unos minutos al día a hablar de pendejadas. Pero no, simplemente no se me da. Lo se, soy lo que un argentino llamaría inbancable. ¿Tengo la culpa? No. Simplemente apreciaría muchísimo la honestidad si aquel que me detesta diera rienda suelta a su deseo de zorrajarme un chingazo, para poder pagarle con la misma moneda. Al final de cuentas, es el medio más fácil y honesto de dirimir controversias.
En este mundo de adulta hipocresía, llega un momento en que extraño la honesta diplomacia de los chingazos. Cuando eres niño, adolescente o incluso joven, aquel a quien le cagas la madre te lo hace saber. Los odios, los rencores y las envidias no tienen demasiado tiempo para incubarse en cocinas conspiradoras y cuchicheos de pasillo. En el colegio, si dos personas se detestan o tienen alguna diferencia, dirimen el asunto a puño limpio y asunto arreglado. Pero ser adulto significa ser hipócrita, regalar saludos falsos o silencios incómodos en nombre de lo políticamente correcto. Los adultos suelen ser trepadores, rencorosos, atiborrados de envidias y malos deseos. Toda sociedad o congregación adulta es un vil juego de poder en donde los chingazos reales son muy mal vistos. Ello provoca una eterna incubación de mala leche que hierve sin poder jamás brotar.
En lo personal no odio a nadie. Mis furias van contra instituciones o sistemas, pero no contra personas. No hay alguien que sea digno ni capaz de recibir en su ser toda mi energía negativa. Sin embargo, sí puedo percibir en torno a mí la mala vibra, el rencor añejado, la conspiración rastrera, el puerco y eterno comadreo contra el ausente. ¿Qué otra cosa podía esperar? Me desempeño profesionalmente en un mundo politiquete donde lo que sobran son rémoras y trepadores. Periodismo político: sucio corral donde hierven bajas pasiones. Los burócratas están acostumbrados a la zancadilla y la puñalada trapera como único medio posible de supervivencia. Y sí, lo admito, yo no hago nada por resultar tan siquiera un poquito simpático o caer bien. Tal vez un poco más de empatía y sonrisa falsa me hubieran ayudado en la vida. Ser sencillito, darles por su lado y dedicar unos minutos al día a hablar de pendejadas. Pero no, simplemente no se me da. Lo se, soy lo que un argentino llamaría inbancable. ¿Tengo la culpa? No. Simplemente apreciaría muchísimo la honestidad si aquel que me detesta diera rienda suelta a su deseo de zorrajarme un chingazo, para poder pagarle con la misma moneda. Al final de cuentas, es el medio más fácil y honesto de dirimir controversias.