Eterno Retorno

Thursday, May 29, 2008

Mañana seré ejecutado por la dentista. Mucho trabajo, sueños extraños. Lecturas interrumpidas, esporádicas incursiones por la Feria del Libro, una camiseta y unos monitos de Asterix traidos por mi madre desde el mismísimo bosque galo y una mini Divina Comedia en italiano que podría colgarme como collar y llevar por siempre como amuleto junto con mi Martillo de Thor. Ni una gota de licor por causa del antibiótico y la posibilidad latente de que mañana, a la hora de los trancazos, decida mejor que siempre no, que mi muela y yo nos llevamos de maravilla, que después de tantos años nos tomamos cariño. Somos compas mi muela y yo, pisteamos juntos, hemos aprendido a estar unidos por la sangre y el dolor, así que bien podemos estar juntos unos años más. Soportaré esta cruel separación?
En lo que lo decido, los dejo con el comentario de este libro que me gustó un chingo.



Travesuras de la niña mala
Mario Vargas Llosa
Alfaguara

Por Daniel Salinas Basave

El lugar común de los teorreícos es afirmar que los autores del “boom” latinoamericano han caducado y se encuentran, literariamente hablando, seis metros bajo tierra. Cierto, el “boom” como fenómeno se agotó con la década de los sesenta, pero sus paladines siguen poseyendo armas de seducción y Vargas Llosa lo deja por sentado en “Travesuras de la niña mala”. Para aquellos que gozan proclamando la muerte de la novela y sepultando la narrativa tradicional en nombre de formas experimentales capaces de matar de aburrimiento y dormir a quien padece de insomnio, Mario Vargas Llosa representa un narrador agotado y devorado por el “establishment”. Por su condición de ex candidato presidencial en Perú y su labor como vocero del libre comercio y los gobiernos democráticos de derecha, más de uno podría pensar que el peruano nacionalizado español poco puede aportar en una nueva novela, que “La Fiesta del Chivo” fue su canto de cisne y que su destino será vivir de obras irrepetibles como “La ciudad y los perros” o “Conversación en la catedral”. Confieso que le entré con cierta desconfianza a esta novela. Me sucede a menudo que las obras modernas de vacas sagradas acarrean consigo una tremenda decepción como me ha sucedido, por ejemplo, con la obra reciente de Carlos Fuentes. Así pues, no esperé gran cosa de “Travesuras de la niña mala” y sin embargo no me resta más que admitir que hacía mucho, pero muchísimo tiempo que no leía una novela con tal deleite. Con 72 años de edad y llevando a cuestas varias novelas emblemáticas que marcaron un antes y después en la narrativa contemporánea, Vargas Llosa nos entrega una historia que de entrada sorprende por su sencillez estructural. Por la forma en que está construida, “Travesuras de la niña mala” es tal vez la novela más sencilla que ha escrito Vargas Llosa. La fórmula empleada es de lo más simple. Con un narrador en primera persona que jamás cambia y nos cuenta su historia de manera absolutamente lineal, sin saltos cronológicos, Vargas Llosa nos ofrece simple y llanamente una hermosa novela de amor. El amor incondicional de un hombre por una mujer a través del tiempo y las fronteras. Cierto, un tema cientos de miles de veces reflejado, pero el amor y la literatura son una pareja eterna cuyo yacimiento de inspiración es inagotable. Ni asomo de rebuscamiento, coqueteos con la fantasía o licencias poéticas. Tampoco hay juegos narrativos o regresiones en el tiempo. Es una novela sencillita, ágil, dinámica, capaz de seducir a cualquiera, que exige muy poco y atrapa como arena movediza. Su narrador es Ricardo, un limeño tradicional del Barrio Miraflores que ve cumplido su sueño de vivir en París y está mortalmente enamorado de la niña mala, a la que conoce en su temprana adolescencia y jamás olvida. Lo más fascinante de este relato, ni duda cabe, es la Dulcinea de esta historia, la niña mala, una mujer sin nombre o con muchos nombres, que metamorfea de chilenita a guerrillera, de guerrillera a Madame Arnaux y de Madame Arnaux a Lady Richardson y de ahí a geisha japonesa. ¿Cómo se llama? No importa. Esta mujer de los mil nombres y las mil caras podría ser vista como el ejemplo más acabado de una trepadora profesional, la “material girl” capaz de pisotear cualquier sentimiento con tal de ascender social y económicamente. Pero también la podemos ver como la mujer que le saca la lengua a un destino soso y mediocre, que no se conforma con menos de más, una Emma Bovary de nuestro tiempo un poco más valiente que la de Flaubert o una Violeta del “Diablo guardián” con un poco más caché. Al fascinante personaje femenino hay que agregar un contexto histórico, político y social que sirve como fondo, pues el enamoramiento del narrador trasciende naciones, pero también épocas y personajes de la segunda mitad del Siglo XX. Los primeros intentos de guerrilla en Perú, la llegada de la dictadura militar, la psicodélia jipiteca de los sesenta, la muerte del sueño en los setenta y la llegada del sida son parte del contexto. El desenlace puede resultar predecible y la novela no es en absoluto un derroche de originalidad, pero aún así engancha y seduce. Después de todo, una buena novela de amor enamora a cualquiera.