Enseñar los dientes
El último (o a veces penúltimo) miércoles de mayo es un día siempre especial para mí. Desde hace 21 años, es decir desde 1987, he seguido puntualmente todas y cada una de las finales de la Champions League (o Copa Europea de Campeones como se llamaba antes) Sólo me he perdido un par de ediciones. La de 1989 (Milán 4-0 Steawa) porque estaba viviendo en Fort Collins Colorado y no hubo canal que la trasmitiera y la de 2002 (Real Madrid 2-1 Leverkussen) porque íbamos viajando de La Habana a Varadero. Pero este último miércoles que pasó será recordado eternamente no sólo por el dramático triunfo del ManU, sino por un episodio histórico, de esos que se producen casi cada cuarto de siglo y que podrá dejarme marcado (al menos en mi boca) para el resto de mi vida.
El miércoles 23 de mayo, luego de ver como el Manchester se sacaba la lotería en los penales contra Chelsea y tras sufrir la eliminación del Atlas a manos del Boca, hice algo absolutamente inusual, algo que no había hecho en los últimos 24 años y que yo esperaba no tener que volver a hacer nunca en mi vida. La tarde del 23 de mayo acudí a ver un dentista. Profeso un desprecio sacramental por todo el gremio médico. Considero a casi todos los doctores unos estafadores, charlatanes, matasanos y las pocas, poquísimas veces en mi vida que he tenido que ir a ver a uno de estos verdugos de blanco, lo he hecho obligado. Mi salud suele ser buena y las dos o tres gripas que pueden darme en un año me las curo con botellas de mezcal. Dentro de esos círculos infernales que son los consultorios médicos, los más demoníacos y horrorosos me parecen los de los odontólogos. La idea de que un médico toque mi cuerpo siempre me ha parecido abominable, pero eso de que me abran la boca con instrumentos de tortura va más allá de lo que puedo soportar.
La última vez que había ido a que me abrieran la boca fue, lo recuerdo perfectamente, en mayo del orwelliano y hevymetalero año de 1984. Lo recuerdo bien porque estaba a la mitad de un tratamiento cuando viajamos a San Luis Potosí para ver un eclipse. Aficionados como lo han sido siempre a la astronomía, mis padres hicieron el viaje a tierras potosinas en donde supuestamente sería el mejor lugar para presenciar el fenómeno. Acampamos en el parque Tangamanga, pero una lluvia castigadora nos impidió ver el esperadísimo eclipse. Recuerdo que al día siguiente yo tenía cita con la dentista y rogué que la carretera fuera eterna para no llegar nunca a Monterrey. Finalmente no llegamos a tiempo y mi cita se perdió. Desde entonces hasta el pasado miércoles no había ido a ver un odontólogo. 24 años han pasado. La última vez que me abrieron la boca yo era aún hijo único, Ana Lucía estaba en el vientre de mi madre, Miguel de la Madrid gobernaba México, el Powerslave de Iron Maiden acababa de salir a la venta y yo supe claramente desde entonces que nunca más quería volver a pisar un consultorio de esos. De mis visitas al dentista en la infancia me quedó un trauma psicológico que no he podido superar. 24 años después sentí un ligero dolor de muela. Nada del otro mundo en realidad, pero la molestia se prolongó. Carolina me insistió, una vez más, en que no hiciera desidia, que no lo dejara pasar y ahí me tienes con la boca abierta la tarde del miércoles. Resulta que tengo tres muelas del juicio que en honor a la verdad jamás supe cuándo diablos me salieron pues no lo sentí. Según la doctora hay una muela del juicio que debemos sacar. La cita para mi ejecución es el próximo viernes y yo me niego a acudir. Aún puedo arrepentirme. La cuenta regresiva me está torturando.
El último (o a veces penúltimo) miércoles de mayo es un día siempre especial para mí. Desde hace 21 años, es decir desde 1987, he seguido puntualmente todas y cada una de las finales de la Champions League (o Copa Europea de Campeones como se llamaba antes) Sólo me he perdido un par de ediciones. La de 1989 (Milán 4-0 Steawa) porque estaba viviendo en Fort Collins Colorado y no hubo canal que la trasmitiera y la de 2002 (Real Madrid 2-1 Leverkussen) porque íbamos viajando de La Habana a Varadero. Pero este último miércoles que pasó será recordado eternamente no sólo por el dramático triunfo del ManU, sino por un episodio histórico, de esos que se producen casi cada cuarto de siglo y que podrá dejarme marcado (al menos en mi boca) para el resto de mi vida.
El miércoles 23 de mayo, luego de ver como el Manchester se sacaba la lotería en los penales contra Chelsea y tras sufrir la eliminación del Atlas a manos del Boca, hice algo absolutamente inusual, algo que no había hecho en los últimos 24 años y que yo esperaba no tener que volver a hacer nunca en mi vida. La tarde del 23 de mayo acudí a ver un dentista. Profeso un desprecio sacramental por todo el gremio médico. Considero a casi todos los doctores unos estafadores, charlatanes, matasanos y las pocas, poquísimas veces en mi vida que he tenido que ir a ver a uno de estos verdugos de blanco, lo he hecho obligado. Mi salud suele ser buena y las dos o tres gripas que pueden darme en un año me las curo con botellas de mezcal. Dentro de esos círculos infernales que son los consultorios médicos, los más demoníacos y horrorosos me parecen los de los odontólogos. La idea de que un médico toque mi cuerpo siempre me ha parecido abominable, pero eso de que me abran la boca con instrumentos de tortura va más allá de lo que puedo soportar.
La última vez que había ido a que me abrieran la boca fue, lo recuerdo perfectamente, en mayo del orwelliano y hevymetalero año de 1984. Lo recuerdo bien porque estaba a la mitad de un tratamiento cuando viajamos a San Luis Potosí para ver un eclipse. Aficionados como lo han sido siempre a la astronomía, mis padres hicieron el viaje a tierras potosinas en donde supuestamente sería el mejor lugar para presenciar el fenómeno. Acampamos en el parque Tangamanga, pero una lluvia castigadora nos impidió ver el esperadísimo eclipse. Recuerdo que al día siguiente yo tenía cita con la dentista y rogué que la carretera fuera eterna para no llegar nunca a Monterrey. Finalmente no llegamos a tiempo y mi cita se perdió. Desde entonces hasta el pasado miércoles no había ido a ver un odontólogo. 24 años han pasado. La última vez que me abrieron la boca yo era aún hijo único, Ana Lucía estaba en el vientre de mi madre, Miguel de la Madrid gobernaba México, el Powerslave de Iron Maiden acababa de salir a la venta y yo supe claramente desde entonces que nunca más quería volver a pisar un consultorio de esos. De mis visitas al dentista en la infancia me quedó un trauma psicológico que no he podido superar. 24 años después sentí un ligero dolor de muela. Nada del otro mundo en realidad, pero la molestia se prolongó. Carolina me insistió, una vez más, en que no hiciera desidia, que no lo dejara pasar y ahí me tienes con la boca abierta la tarde del miércoles. Resulta que tengo tres muelas del juicio que en honor a la verdad jamás supe cuándo diablos me salieron pues no lo sentí. Según la doctora hay una muela del juicio que debemos sacar. La cita para mi ejecución es el próximo viernes y yo me niego a acudir. Aún puedo arrepentirme. La cuenta regresiva me está torturando.