Otra ficción austeriana con cuerpo de muñeca rusa perdida en las calles de
la Gran Manzana. Una, dos, tres historias, una adentro de otra. Paul Auster
es digno heredero de la tradición inaugurada por Miguel de Cervantes en el
Quijote, aferrado a ir bifurcando el eje narrativo vertebral en nuevas
arterias.
De la misma forma que la historia de Cardenio, el Cautivo, Dorotea y Don
Fernando son capaces de hacernos olvidar por un momento las andanzas y
disparates de Don Alonso Quijano, Auster consigue en un par de párrafos
apartarnos por completo de lo que creíamos era la historia principal. Brooklyn Follies, novela publicada en la Primavera de 2006, es una heredera
natural de La noche del oráculo. Tal vez lo que cambia es que en La noche
del oráculo la personalidad de la muñeca rusa era más impositiva. La novela
dentro de la novela tenía bien delimitadas sus fronteras. Una ficción sobre
un escritor que escribe una ficción donde los píes de página se transforman
en una novela alterna. En Brooklyn Follies la muñequita rusa se torna un
tanto más sutil a la hora de revelar sus sorpresas y cambiarnos la jugada.
Se sale con la suya al final, pero tardamos en darnos cuenta. ¿Sabe que
impresión me dejó Brooklyn Follies? Imagine usted una amena charla de
cantina, o si es abstemio trasládela a café o simple sobremesa, donde uno de
esos amigos poseedores del don de la buena conversación da rienda suelta a
la lengua, pero de pronto, sin decir agua va, la conversación cambia de tema
pero es tan amena, que ni siquiera nos damos cuenta que estamos hablando de
otra cosa. La muñeca rusa entra como cuchillo en mantequilla, silenciosa y
discreta, tanto, que al cabo de un par de horas caemos en la cuenta de
llevar más de tres cuartas partes del libro saltando de una historia a otra. Pero vayamos mejor al grano y pongamos sobre la mesa los típicos e
infaltables elementos austerianos que conforman Brooklyn Follies. El azar,
por supuesto, es amo y señor de la narración. Imposible imaginar a Auster
sin esa aleatoriedad maquillada de absurda que contagia cada una de sus
historias. El territorio, claro está, es Nueva York o más específicamente
Brooklyn, cuna y tierra fértil donde florece la ficción austeriana. Pocos
creadores son tan obsesivamente fieles a su condición de neoyorquinos como
Auster. La única odiosa (y por cierto muy odiosa) comparación que se me
viene a la mente es la de Woody Allen, otro neoyorko aferrado. Aún así, Brooklyn Follies va un poco más allá en su vocación neoyorquina.
Empezando por el título y la foto de portada, esta novela es un homenaje o
una declaración de amor a Brooklyn (favor de no confundir y marcar muy bien
la frontera con Manhattan)
Brooklyn, habitada por su tribu sui géneris que Auster nos describe tan
distinta al resto de la Gran Manzana, con su acento y modos particulares. El eje más o menos vertebral de la narración, por no llamarlo personaje
principal, es el austeriano Nathan Glass, un sesentón que funge como
narrador o acaso conversador de esta historia. Al igual que los personajes
de La noche del oráculo o La música del azar, Nathan Glass es alguien
dispuesto a ponerse en manos de la aleatoriedad para vivir el resto de su
vida, un sobreviviente de un cáncer de pulmón que está viviendo horas
extras. Nathan es la primera muñeca rusa, pero dentro de ella está Tom Wood
y Harry Brightman, Aurora, Lucy, Marina y la Hermosa Madre Perefecta.
Personajes que aparecen y desaparecen, buscan su paraíso perdido en la
infancia y al final, entre la cotidianidad absurda, los sueños bobos y las
pequeñas grandes sorpresas de un día normal, se esconde algo que se parece
a la felicidad.
la Gran Manzana. Una, dos, tres historias, una adentro de otra. Paul Auster
es digno heredero de la tradición inaugurada por Miguel de Cervantes en el
Quijote, aferrado a ir bifurcando el eje narrativo vertebral en nuevas
arterias.
De la misma forma que la historia de Cardenio, el Cautivo, Dorotea y Don
Fernando son capaces de hacernos olvidar por un momento las andanzas y
disparates de Don Alonso Quijano, Auster consigue en un par de párrafos
apartarnos por completo de lo que creíamos era la historia principal. Brooklyn Follies, novela publicada en la Primavera de 2006, es una heredera
natural de La noche del oráculo. Tal vez lo que cambia es que en La noche
del oráculo la personalidad de la muñeca rusa era más impositiva. La novela
dentro de la novela tenía bien delimitadas sus fronteras. Una ficción sobre
un escritor que escribe una ficción donde los píes de página se transforman
en una novela alterna. En Brooklyn Follies la muñequita rusa se torna un
tanto más sutil a la hora de revelar sus sorpresas y cambiarnos la jugada.
Se sale con la suya al final, pero tardamos en darnos cuenta. ¿Sabe que
impresión me dejó Brooklyn Follies? Imagine usted una amena charla de
cantina, o si es abstemio trasládela a café o simple sobremesa, donde uno de
esos amigos poseedores del don de la buena conversación da rienda suelta a
la lengua, pero de pronto, sin decir agua va, la conversación cambia de tema
pero es tan amena, que ni siquiera nos damos cuenta que estamos hablando de
otra cosa. La muñeca rusa entra como cuchillo en mantequilla, silenciosa y
discreta, tanto, que al cabo de un par de horas caemos en la cuenta de
llevar más de tres cuartas partes del libro saltando de una historia a otra. Pero vayamos mejor al grano y pongamos sobre la mesa los típicos e
infaltables elementos austerianos que conforman Brooklyn Follies. El azar,
por supuesto, es amo y señor de la narración. Imposible imaginar a Auster
sin esa aleatoriedad maquillada de absurda que contagia cada una de sus
historias. El territorio, claro está, es Nueva York o más específicamente
Brooklyn, cuna y tierra fértil donde florece la ficción austeriana. Pocos
creadores son tan obsesivamente fieles a su condición de neoyorquinos como
Auster. La única odiosa (y por cierto muy odiosa) comparación que se me
viene a la mente es la de Woody Allen, otro neoyorko aferrado. Aún así, Brooklyn Follies va un poco más allá en su vocación neoyorquina.
Empezando por el título y la foto de portada, esta novela es un homenaje o
una declaración de amor a Brooklyn (favor de no confundir y marcar muy bien
la frontera con Manhattan)
Brooklyn, habitada por su tribu sui géneris que Auster nos describe tan
distinta al resto de la Gran Manzana, con su acento y modos particulares. El eje más o menos vertebral de la narración, por no llamarlo personaje
principal, es el austeriano Nathan Glass, un sesentón que funge como
narrador o acaso conversador de esta historia. Al igual que los personajes
de La noche del oráculo o La música del azar, Nathan Glass es alguien
dispuesto a ponerse en manos de la aleatoriedad para vivir el resto de su
vida, un sobreviviente de un cáncer de pulmón que está viviendo horas
extras. Nathan es la primera muñeca rusa, pero dentro de ella está Tom Wood
y Harry Brightman, Aurora, Lucy, Marina y la Hermosa Madre Perefecta.
Personajes que aparecen y desaparecen, buscan su paraíso perdido en la
infancia y al final, entre la cotidianidad absurda, los sueños bobos y las
pequeñas grandes sorpresas de un día normal, se esconde algo que se parece
a la felicidad.