Una vez que está parado frente a los escombros de las torres, el reportero vuelve a preguntarse qué diablos le aconsejaría Ryszard Kapuscinski si estuviera ahí, en medio de ese enjambre de comunicadores venidos de todos los confines de la tierra.
Piensa en ese olfato de sabueso que tiene el polaco para saber alejarse del punto en donde miles de colegas creen encontrar una respuesta a su sed informativa, e ir a buscar la noticia en la indescifrable geografía de un rostro marcado por el horror bélico.
Sobre la calle Greewich se han apostado centenares de camiones, cada uno dibujado con el logotipo de un canal diferente, en cuyo techo siempre hay un enviado especial que pone su mejor cara para darle al mundo los últimos reportes oficiales. La imagen de fondo, en todos los casos, es la reducida panorámica de los escombros de la Torres Gemelas que alcanzan a divisarse a unos 100 metros desde la calle improvisada como sala internacional de prensa.
Es la tarde del 15 de septiembre y el reportero sabe bien que está ante la misión más grande que se le ha encomendado en los siete años que tiene de dedicarse al periodismo escrito.
Siendo honesto, nunca imaginó que su diario Frontera fuera a enviarlo a la Gran Manzana para cubrir los efectos de los atentados del 11 de septiembre. Pero cuando viene a su memoria Ébano y trata de reconstruir la descripción de un paupérrimo mercado africano, se da cuenta que odia la idea de haber venido a sólo cubrir, cuando su trabajo debe ser descubrir.
Comprende que su lugar está muy lejos de la Zona Cero y que para bucear en lo más profundo de la herida aún sangrante, debe ir ahí a donde están los más pobres, los miles de inmigrantes a los que de un momento a otro se les derrumbó la torrecita de esperanza que habían logrado construir.
Ahí encuentra los relatos de los incontables seres sin nombre que empeñaban su existencia limpiando el cristal de un rascacielos, yendo y trayendo encargos desde el mundo subterráneo hasta el piso 123, sin que sus patrones acertaran siquiera a preguntarse si detrás de ese rostro enigma existió alguna identidad.
Es entonces cuando siente que de verdad entiende las palabras de Ryszard: Los reporteros pisamos la tierra y andamos entre la gente, de ahí la tarea de reflejar los problemas humanos de la existencia cotidiana. Y la existencia cotidiana de miles de seres se ha transformado en infierno por obra y gracia de un conflicto entre fanáticos.
Ahí, en las esquinas de la Calle 116 o en los andenes del metro en Queens, va llenando una alforja de testimonios. Mexicanos prófugos del error de diciembre, hondureños que no habían nacido cuando estalló la Guerra del Futbol y a los que el Huracán Mitch arrojó al piso 100 de un rascacielos, argentinos que presentían el cierre del corralito, colombianos que no querían sumarse al 20 por ciento de desempleo que les regaló el gobierno de Pastrana. Todos con una historia que a su vez le sabía a destino y fotografía de un continente. Todos con algún ser querido que en un segundo se había transformado en polvo. Así va construyendo su cobertura transforada en descubrimiento y envía a Tijuana varios kilos de relatos.
Una noche se encuentra compartiendo un guacamole mexicano con Los Topos, el grupo de rescatistas veteranos del terremoto de 1985 y entre anécdotas de sismos e inundaciones, consigue que el grupo le regale una credencial que lo acredita como rescatista, lo que le permite entrar por primera vez a caminar en torno a los escombros de las torres, a donde como reportero jamás habría tenido acceso.
Es la noche del 29 de septiembre. Ahí, sobre las ruinas, mirando a los Topos diluirse por en espacios de centímetros entre brazas ardientes, siente que en este mundo que le tocó vivir no hubiera él podido dedicarse a otra cosa que no fuera esta maldita adicción por contarle cosas a un lector que cada mañana se bebe su café con el periódico tapándole el rostro
Se mira a si mismo, a su entorno y no alcanza a tragarse aún lo que significa ser un reportero inmerso en la herencia de un siglo que como lo ha dicho Kapuscinski, fue de guerras, migraciones, hambres. Miles de personas concretas, sacrificadas en el altar de las ideas abstractas. Piensa en todo lo que puede escribir con tan solo mirar a los ojos de uno de esos incontables migrantes que a diario contempla en su Tijuana, aquellos que esperan el segundo preciso en que el agente de la Patrulla Fronteriza tenga un parpadeo, para poder saltar la barda e ir en busca de ese sueño que es tantas veces pesadilla
Siente que aún en su diaria labor, como reportero de la fuente del Gobierno del Estado, lidiando a diario con un Enzo Maestro empeñado en poner carne de deidad en los rostros amodorrados de políticos mediocres, tiene demasiado por descubrir. Y desde entonces se aferra a buscar narrar la historia oculta que yace en las profundidades del hecho más cotidiano.
Piensa en ese olfato de sabueso que tiene el polaco para saber alejarse del punto en donde miles de colegas creen encontrar una respuesta a su sed informativa, e ir a buscar la noticia en la indescifrable geografía de un rostro marcado por el horror bélico.
Sobre la calle Greewich se han apostado centenares de camiones, cada uno dibujado con el logotipo de un canal diferente, en cuyo techo siempre hay un enviado especial que pone su mejor cara para darle al mundo los últimos reportes oficiales. La imagen de fondo, en todos los casos, es la reducida panorámica de los escombros de la Torres Gemelas que alcanzan a divisarse a unos 100 metros desde la calle improvisada como sala internacional de prensa.
Es la tarde del 15 de septiembre y el reportero sabe bien que está ante la misión más grande que se le ha encomendado en los siete años que tiene de dedicarse al periodismo escrito.
Siendo honesto, nunca imaginó que su diario Frontera fuera a enviarlo a la Gran Manzana para cubrir los efectos de los atentados del 11 de septiembre. Pero cuando viene a su memoria Ébano y trata de reconstruir la descripción de un paupérrimo mercado africano, se da cuenta que odia la idea de haber venido a sólo cubrir, cuando su trabajo debe ser descubrir.
Comprende que su lugar está muy lejos de la Zona Cero y que para bucear en lo más profundo de la herida aún sangrante, debe ir ahí a donde están los más pobres, los miles de inmigrantes a los que de un momento a otro se les derrumbó la torrecita de esperanza que habían logrado construir.
Ahí encuentra los relatos de los incontables seres sin nombre que empeñaban su existencia limpiando el cristal de un rascacielos, yendo y trayendo encargos desde el mundo subterráneo hasta el piso 123, sin que sus patrones acertaran siquiera a preguntarse si detrás de ese rostro enigma existió alguna identidad.
Es entonces cuando siente que de verdad entiende las palabras de Ryszard: Los reporteros pisamos la tierra y andamos entre la gente, de ahí la tarea de reflejar los problemas humanos de la existencia cotidiana. Y la existencia cotidiana de miles de seres se ha transformado en infierno por obra y gracia de un conflicto entre fanáticos.
Ahí, en las esquinas de la Calle 116 o en los andenes del metro en Queens, va llenando una alforja de testimonios. Mexicanos prófugos del error de diciembre, hondureños que no habían nacido cuando estalló la Guerra del Futbol y a los que el Huracán Mitch arrojó al piso 100 de un rascacielos, argentinos que presentían el cierre del corralito, colombianos que no querían sumarse al 20 por ciento de desempleo que les regaló el gobierno de Pastrana. Todos con una historia que a su vez le sabía a destino y fotografía de un continente. Todos con algún ser querido que en un segundo se había transformado en polvo. Así va construyendo su cobertura transforada en descubrimiento y envía a Tijuana varios kilos de relatos.
Una noche se encuentra compartiendo un guacamole mexicano con Los Topos, el grupo de rescatistas veteranos del terremoto de 1985 y entre anécdotas de sismos e inundaciones, consigue que el grupo le regale una credencial que lo acredita como rescatista, lo que le permite entrar por primera vez a caminar en torno a los escombros de las torres, a donde como reportero jamás habría tenido acceso.
Es la noche del 29 de septiembre. Ahí, sobre las ruinas, mirando a los Topos diluirse por en espacios de centímetros entre brazas ardientes, siente que en este mundo que le tocó vivir no hubiera él podido dedicarse a otra cosa que no fuera esta maldita adicción por contarle cosas a un lector que cada mañana se bebe su café con el periódico tapándole el rostro
Se mira a si mismo, a su entorno y no alcanza a tragarse aún lo que significa ser un reportero inmerso en la herencia de un siglo que como lo ha dicho Kapuscinski, fue de guerras, migraciones, hambres. Miles de personas concretas, sacrificadas en el altar de las ideas abstractas. Piensa en todo lo que puede escribir con tan solo mirar a los ojos de uno de esos incontables migrantes que a diario contempla en su Tijuana, aquellos que esperan el segundo preciso en que el agente de la Patrulla Fronteriza tenga un parpadeo, para poder saltar la barda e ir en busca de ese sueño que es tantas veces pesadilla
Siente que aún en su diaria labor, como reportero de la fuente del Gobierno del Estado, lidiando a diario con un Enzo Maestro empeñado en poner carne de deidad en los rostros amodorrados de políticos mediocres, tiene demasiado por descubrir. Y desde entonces se aferra a buscar narrar la historia oculta que yace en las profundidades del hecho más cotidiano.