La Selección Mexicana me recuerda que el Mito del Eterno Retorno no fue un alucine del buen Federico.
El lamento de una derrota es directamente proporcional a las esperanzas de victoria que se tenían. Luego entonces, yo no tengo nada que lamentar. Nunca tuve la más mínima esperanza. Simplemente miré con filosófica atención la consumación del ritual de lo ordinario.
Gardel dijo que 20 años no es nada. De niño la frase me parecía, obviamente, una ironía, una payasada. 20 años son la vida entera, el tamaño del Universo, no pasarán nunca. Pero ahora que soy adulto digamos que le empiezo a creer a Carlitos. 20 años son algo, de acuerdo, pero no pasan tan lentamente como uno cree en la infancia. Qué va, pasan con algo de prisa. Lo peor de todo es que tengo la plena seguridad de que los próximos 20 años de mi vida, si es que tanta vida me tiene reservada la aleatoriedad, pasarán más rápido que los últimos. Conforme creces los años se devalúan como la moneda. El año es como el peso, pues cada vez parece valer menos. Un año en la infancia era el territorio de la eternidad y ahora se ha transformado en un suspiro en cámara rápida. De una Navidad a otra transcurría la vida entera y ahora las navidades y los años nuevos se confunden en mi memoria y no se cuál fue primero y cuál después.
20 años han pasado desde que viví por vez primera la eliminación de una selección mexicana en el Mundial. Era junio de 1986, tenía 12 años de edad y ese día se celebró mi graduación de sexto de primaria. En mis recuerdos, el bombardeo publicitario y la euforia popular en torno al equipo tricolor eran mucho mayores que hoy. Vaya, el Mundial se jugaba en casa, al equipo se le veía cara de campeón y por si fuera poco el partido decisivo, el único quinto partido que hemos jugado en nuestra historia, se celebraba en mi ciudad, concretamente en la Catedral de la Mejor Afición del País, en el Estadio del las Grandes Pasiones, el Universitario de San Nicolás de los Garza. Esa tarde, como he dicho, me despedí de la primaria y viví por primera vez el siempre tristísimo rompimiento de la esperanza verde. No sabía aún que toda eliminación mexicana debe estar rodeada por los fantasmas de la tragedia y la injusticia manchando las inmaculadas páginas de la bella historia de lo que pudo haber sido. Jesús Díaz Palacios, colombiano, fue el criminal de la tarde al anular el legítimo gol del Abuelo Cruz. Luego Quirarte y Servín con las patitas temblando frente al manchón penal regalándole la pelota al dopado Tony. Allofs, Brehme, Matheus, Litbarski tiraron con robótica y endemoniada precisión. La maldición nacional abría su primer capítulo.
Ocho años pasaron. En el ardiente verano de 1994 yo tenía 20 años de edad y era un estudiante de Derecho en un país convulsionado por sus demonios. Pero ni los magnicidios ni las rebeliones fueron capaces de quitarnos la atención del Mundial gringo. Era el medio día y estábamos en mi casa de la calle Francisco Petrarca mi primero Héctor, algunos compañeros de su prepa (confieso que he olvidado quiénes) y yo. México se jugaba el pase a cuartos contra Bulgaria. Solo recuerdo el poste doblado por el cañonazo de Aspe y la desesperación cada que la cámara enfocaba el rostro sereno de Mejía Barón y el ansioso de Hugo Sánchez. Luego el penal de Aspe volando por los cielos gringos y Marcelino y Jorge Rodríguez, tembeleques e inseguros errando sus disparos a las manitas de Mijailov. Segundo capítulo de la esperanza verde asesinada.
Cuatro años pasaron. Era el verano, (más ardiente aún) de 1998, el verano del vodka Absolut y las parrandas. Tenía 24 años de edad y trabajaba en el periódico El Norte. Esa mañana México quería vengar la afrenta del 86 contra Alemania y por poquito lo consigue. Era una mañana laboral y yo me salí a la Macroplaza con mi amigo Pepe Villasáez a ver el partido en las pantallas gigantes. Ha sido el único partido trágico que he visto en tumulto en una gran plaza. Confieso que es la única vez en 20 años en que realmente creí en el triunfo mexicano. Ese gol de Luis Hernández tenía cara de tomarse las cosas muy en serio. Pero Bierhoff y Klinsmann nos bajaron de nuestra nube. Unos tragos de Absolut me ayudaron a superar el mal trago.
Cuatro años más pasaron. Era el verano (no tan ardiente, por supuesto, pues no estaba en Monterrey) del 2002. Yo tenía 28 años de edad, vivía en Tijuana en un pequeño departamento en Playas y trabajaba en el periódico Frontera. Retornamos de Cuba cuando comenzó el Mundial oriental, el Mundial de las desveladas, un torneo que recuerdo entre alucinaciones de insomnio y duermevela. Era madrugada de lunes, 2:00 o 4:00 de la mañana. Estábamos en nuestro pequeño depa playero. Carolina por supuesto dormía y yo hacía esfuerzos porque el sueño no me venciera de la forma en que Mc Bride y Donovan vencían a Conejo Pérez y mancillaban para siempre el orgullo nacional reviviendo los fantasmas de 1847. La Historia Patria nos prohíbe perder contra Estados Unidos. Es algo así como abrir el alma en carne viva y echarle sal y limoncito. Nunca una eliminación había sido tan triste y nunca una desvelada me había parecido tan absurda.
Cuatro años se fueron como agua. Era el verano (ni frío ni caliente sino todo lo contrario) del 2006 en el extremo Norte de un país que se moría de aburrimiento con sus candidatos presidenciales. Era el Día de San Juan. Carolina y yo empezamos a celebrar con dos días de anticipado nuestro séptimo aniversario de Matrimonio. El regalo que me dio mi esposa fue de lo más significativo para ese día: La camiseta oficial de la Selección Mexicana en su versión blanca y la camiseta de la Selección Argentina en su tradicional versión albiceleste (además de los tomos II, III y IV de la Historia del Tiempo Perdido de Proust) . Por la mañana tramitamos en Rosarito la renovación de mi licencia de conducir y la tarjeta de circulación y trajimos sendas órdenes de barbacoa y cabeza (¿dónde carajos quedó la dieta?) para ver el encuentro de octavos de final.
Márquez prendió el foquito de la esperanza, pero Borguetti nos demostró que en Inglaterra ha aprendido a ser un buen cabeceador. Sólo falta ubicar bien la portería adecuada. Morris se comió la mitad de la barbacoa y Maxi Rodríguez nos demostró que en Argentina a veces se hablan de tú con los dioses y meten goles de otro mundo. Le dije a mi madre que era más probable que un meteorito destruyera la Tierra a que México pasara sobre Argentina. Lo ven, el meteorito no ha caído. El Mundo sigue duro y dale con su ordinario movimiento de rotación y así seguirá girando los próximos cuatro años. El Eterno Retorno se ha consumado una vez más. Nos vemos en Sudáfrica.
El lamento de una derrota es directamente proporcional a las esperanzas de victoria que se tenían. Luego entonces, yo no tengo nada que lamentar. Nunca tuve la más mínima esperanza. Simplemente miré con filosófica atención la consumación del ritual de lo ordinario.
Gardel dijo que 20 años no es nada. De niño la frase me parecía, obviamente, una ironía, una payasada. 20 años son la vida entera, el tamaño del Universo, no pasarán nunca. Pero ahora que soy adulto digamos que le empiezo a creer a Carlitos. 20 años son algo, de acuerdo, pero no pasan tan lentamente como uno cree en la infancia. Qué va, pasan con algo de prisa. Lo peor de todo es que tengo la plena seguridad de que los próximos 20 años de mi vida, si es que tanta vida me tiene reservada la aleatoriedad, pasarán más rápido que los últimos. Conforme creces los años se devalúan como la moneda. El año es como el peso, pues cada vez parece valer menos. Un año en la infancia era el territorio de la eternidad y ahora se ha transformado en un suspiro en cámara rápida. De una Navidad a otra transcurría la vida entera y ahora las navidades y los años nuevos se confunden en mi memoria y no se cuál fue primero y cuál después.
20 años han pasado desde que viví por vez primera la eliminación de una selección mexicana en el Mundial. Era junio de 1986, tenía 12 años de edad y ese día se celebró mi graduación de sexto de primaria. En mis recuerdos, el bombardeo publicitario y la euforia popular en torno al equipo tricolor eran mucho mayores que hoy. Vaya, el Mundial se jugaba en casa, al equipo se le veía cara de campeón y por si fuera poco el partido decisivo, el único quinto partido que hemos jugado en nuestra historia, se celebraba en mi ciudad, concretamente en la Catedral de la Mejor Afición del País, en el Estadio del las Grandes Pasiones, el Universitario de San Nicolás de los Garza. Esa tarde, como he dicho, me despedí de la primaria y viví por primera vez el siempre tristísimo rompimiento de la esperanza verde. No sabía aún que toda eliminación mexicana debe estar rodeada por los fantasmas de la tragedia y la injusticia manchando las inmaculadas páginas de la bella historia de lo que pudo haber sido. Jesús Díaz Palacios, colombiano, fue el criminal de la tarde al anular el legítimo gol del Abuelo Cruz. Luego Quirarte y Servín con las patitas temblando frente al manchón penal regalándole la pelota al dopado Tony. Allofs, Brehme, Matheus, Litbarski tiraron con robótica y endemoniada precisión. La maldición nacional abría su primer capítulo.
Ocho años pasaron. En el ardiente verano de 1994 yo tenía 20 años de edad y era un estudiante de Derecho en un país convulsionado por sus demonios. Pero ni los magnicidios ni las rebeliones fueron capaces de quitarnos la atención del Mundial gringo. Era el medio día y estábamos en mi casa de la calle Francisco Petrarca mi primero Héctor, algunos compañeros de su prepa (confieso que he olvidado quiénes) y yo. México se jugaba el pase a cuartos contra Bulgaria. Solo recuerdo el poste doblado por el cañonazo de Aspe y la desesperación cada que la cámara enfocaba el rostro sereno de Mejía Barón y el ansioso de Hugo Sánchez. Luego el penal de Aspe volando por los cielos gringos y Marcelino y Jorge Rodríguez, tembeleques e inseguros errando sus disparos a las manitas de Mijailov. Segundo capítulo de la esperanza verde asesinada.
Cuatro años pasaron. Era el verano, (más ardiente aún) de 1998, el verano del vodka Absolut y las parrandas. Tenía 24 años de edad y trabajaba en el periódico El Norte. Esa mañana México quería vengar la afrenta del 86 contra Alemania y por poquito lo consigue. Era una mañana laboral y yo me salí a la Macroplaza con mi amigo Pepe Villasáez a ver el partido en las pantallas gigantes. Ha sido el único partido trágico que he visto en tumulto en una gran plaza. Confieso que es la única vez en 20 años en que realmente creí en el triunfo mexicano. Ese gol de Luis Hernández tenía cara de tomarse las cosas muy en serio. Pero Bierhoff y Klinsmann nos bajaron de nuestra nube. Unos tragos de Absolut me ayudaron a superar el mal trago.
Cuatro años más pasaron. Era el verano (no tan ardiente, por supuesto, pues no estaba en Monterrey) del 2002. Yo tenía 28 años de edad, vivía en Tijuana en un pequeño departamento en Playas y trabajaba en el periódico Frontera. Retornamos de Cuba cuando comenzó el Mundial oriental, el Mundial de las desveladas, un torneo que recuerdo entre alucinaciones de insomnio y duermevela. Era madrugada de lunes, 2:00 o 4:00 de la mañana. Estábamos en nuestro pequeño depa playero. Carolina por supuesto dormía y yo hacía esfuerzos porque el sueño no me venciera de la forma en que Mc Bride y Donovan vencían a Conejo Pérez y mancillaban para siempre el orgullo nacional reviviendo los fantasmas de 1847. La Historia Patria nos prohíbe perder contra Estados Unidos. Es algo así como abrir el alma en carne viva y echarle sal y limoncito. Nunca una eliminación había sido tan triste y nunca una desvelada me había parecido tan absurda.
Cuatro años se fueron como agua. Era el verano (ni frío ni caliente sino todo lo contrario) del 2006 en el extremo Norte de un país que se moría de aburrimiento con sus candidatos presidenciales. Era el Día de San Juan. Carolina y yo empezamos a celebrar con dos días de anticipado nuestro séptimo aniversario de Matrimonio. El regalo que me dio mi esposa fue de lo más significativo para ese día: La camiseta oficial de la Selección Mexicana en su versión blanca y la camiseta de la Selección Argentina en su tradicional versión albiceleste (además de los tomos II, III y IV de la Historia del Tiempo Perdido de Proust) . Por la mañana tramitamos en Rosarito la renovación de mi licencia de conducir y la tarjeta de circulación y trajimos sendas órdenes de barbacoa y cabeza (¿dónde carajos quedó la dieta?) para ver el encuentro de octavos de final.
Márquez prendió el foquito de la esperanza, pero Borguetti nos demostró que en Inglaterra ha aprendido a ser un buen cabeceador. Sólo falta ubicar bien la portería adecuada. Morris se comió la mitad de la barbacoa y Maxi Rodríguez nos demostró que en Argentina a veces se hablan de tú con los dioses y meten goles de otro mundo. Le dije a mi madre que era más probable que un meteorito destruyera la Tierra a que México pasara sobre Argentina. Lo ven, el meteorito no ha caído. El Mundo sigue duro y dale con su ordinario movimiento de rotación y así seguirá girando los próximos cuatro años. El Eterno Retorno se ha consumado una vez más. Nos vemos en Sudáfrica.