Winnie
Winnie trazaba círculos con su cuerpo largo de comadreja. Era su máxima expresión de emoción, una suerte de ritual místico. Cuando Winnie desde el patio te veía entrar a casa pegaba tremendo ladrido y después, invariablemente, se ponía a dar vueltas y casi puedo jurar que giraba respetando el sentido de las manecillas del reloj. El ritual concluía cuando, una vez frente a ti, se tiraba de panza y pedía que la rascaras.
Mil y un veces por la noche habré llegado de la universidad a casa y mil y un veces Winnie ejecutó su ritual. Has de cuenta que la estoy viendo girar, moviendo la cola, marcando infinitos 360 grados sobre el reino del patio del que fue ama y señora absoluta durante 10 años.
Winnie llegó a nosotros en el ardiente verano del 95. Una mañana de agosto regio, arribó a la casa de Francisco Petrarca, con menos de un año de edad, exiliada de quién sabe cuántos hogares, arrastrando consigo una negra fama de arisca, hostil y mordelona. Y no, no imaginen ustedes que nuestro primer encuentro fue una romántica escena de besos y apapachos. Nada de eso. Winnie no hizo desmerecer su mala fama y tomó posesión de su nuevo reino con demasiadas reservas, sin dudar en enseñar los dientes a la menor provocación. Varias veces nos salvamos de una mordida. Parecía más mustélido que cánido y su alma era de cazadora, no de perrilla faldera.
No recuerdo cuánto tiempo habrá tardado en tomarnos un poco de confianza, pero debe haber sido antes de que terminara el verano, pues aún hacia bastante calor cuando ya salíamos a pasear a esa falda del Cerro de las Mitras que llamamos la Z. Sin embargo, su cariño no era un bien mostrenco ni fue fácilmente conquistable. Me atrevería a decir que sólo se permitió querer a los Salinas Basave. Los extraños jamás fueron de su agrado, si bien una vez que pasaban revista y decían presente, podía permitirles el paso.
Nadie como Winnie amó tanto los veranos regios. Su cuerpo largo parecía funcionar con energía solar. Creo que nunca le faltó vitamina D. Hasta en el más nublado cielo, se las arreglaba para encontrar el punto exacto del patio en donde cayera ese mínimo rayito de Sol, prófugo de las sombras, que se desparramaba sobre su anatomía de salchicha. Buscaba el Sol hasta el último minuto del crepúsculo y sospecho que entendió bien los movimientos de rotación y traslación, pues se las arreglaba para moverse de acuerdo a la posición del Astro Rey.
Sin embargo, así como amó el verano, aborreció el invierno. Ya sabemos que en Monterrey los fríos de diciembre no son enchiladas y Winnie los padecía con dolorosa abnegación. Nunca he conocido alguien más friolento. Apenas caía la aguja del termómetro y Winnie buscaba tu cuerpo y exigía cobija. Su nirvana era quedarse dormida en el regazo y con la misma obsesión con la que buscaba el Sol, se aferraba al último suspiro del calentador apagado. Era entonces cuando irremediablemente exigía ser exiliada del helado patio y solicitaba asilo político en el baño, que durante meses permanecía forrado de cobijas.
Si me hubiera sido dado pedir un deseo, ese habría sido que Winnie me esperara hasta la Navidad y verla al menos una vez más. Mi deseo no fue concedido. Winnie se marchó. Descansó tras meses de agonía y sufrimiento. Me dicen que estaba en los huesos. Ya no trazaba círculos en el patio, ni se escuchaban los ladridos, aunque según me cuentan, jamás renunció a mover la cola. Los seres humanos somos por naturaleza egoístas. Nos aferramos con uñas y dientes a la vida y buscamos aferrar a los seres queridos, aunque quede sólo la llama de una vela que agoniza bajo la tempestad y aunque esa llama represente el sufrimiento de quien amamos. Aún así, egoísta como soy, confieso que este descanso me duele inmensamente. Suelo ser frío ante muerte, pero hoy mi frialdad se ha hecho pedazos y la tristeza siempre trae consigo la duda. Cuando salí a pasear al caer la noche, sólo pensé que esas estrellas ya no alumbraban a Winnie. Y sí, algo tan leve, tan frágil, como puede ser la vida que se escapa en un suspiro de un cuerpecito agonizante, arrastra con sigo tempestades ontológicas. No se si hay Dios o si hay paraíso, pero hoy me pregunto: ¿A dónde se van los perros? ¿En qué cielo estará Winnie trazando círculos? ¿Qué rayo de Sol prófugo de las nubes calentará su alma?
Winnie trazaba círculos con su cuerpo largo de comadreja. Era su máxima expresión de emoción, una suerte de ritual místico. Cuando Winnie desde el patio te veía entrar a casa pegaba tremendo ladrido y después, invariablemente, se ponía a dar vueltas y casi puedo jurar que giraba respetando el sentido de las manecillas del reloj. El ritual concluía cuando, una vez frente a ti, se tiraba de panza y pedía que la rascaras.
Mil y un veces por la noche habré llegado de la universidad a casa y mil y un veces Winnie ejecutó su ritual. Has de cuenta que la estoy viendo girar, moviendo la cola, marcando infinitos 360 grados sobre el reino del patio del que fue ama y señora absoluta durante 10 años.
Winnie llegó a nosotros en el ardiente verano del 95. Una mañana de agosto regio, arribó a la casa de Francisco Petrarca, con menos de un año de edad, exiliada de quién sabe cuántos hogares, arrastrando consigo una negra fama de arisca, hostil y mordelona. Y no, no imaginen ustedes que nuestro primer encuentro fue una romántica escena de besos y apapachos. Nada de eso. Winnie no hizo desmerecer su mala fama y tomó posesión de su nuevo reino con demasiadas reservas, sin dudar en enseñar los dientes a la menor provocación. Varias veces nos salvamos de una mordida. Parecía más mustélido que cánido y su alma era de cazadora, no de perrilla faldera.
No recuerdo cuánto tiempo habrá tardado en tomarnos un poco de confianza, pero debe haber sido antes de que terminara el verano, pues aún hacia bastante calor cuando ya salíamos a pasear a esa falda del Cerro de las Mitras que llamamos la Z. Sin embargo, su cariño no era un bien mostrenco ni fue fácilmente conquistable. Me atrevería a decir que sólo se permitió querer a los Salinas Basave. Los extraños jamás fueron de su agrado, si bien una vez que pasaban revista y decían presente, podía permitirles el paso.
Nadie como Winnie amó tanto los veranos regios. Su cuerpo largo parecía funcionar con energía solar. Creo que nunca le faltó vitamina D. Hasta en el más nublado cielo, se las arreglaba para encontrar el punto exacto del patio en donde cayera ese mínimo rayito de Sol, prófugo de las sombras, que se desparramaba sobre su anatomía de salchicha. Buscaba el Sol hasta el último minuto del crepúsculo y sospecho que entendió bien los movimientos de rotación y traslación, pues se las arreglaba para moverse de acuerdo a la posición del Astro Rey.
Sin embargo, así como amó el verano, aborreció el invierno. Ya sabemos que en Monterrey los fríos de diciembre no son enchiladas y Winnie los padecía con dolorosa abnegación. Nunca he conocido alguien más friolento. Apenas caía la aguja del termómetro y Winnie buscaba tu cuerpo y exigía cobija. Su nirvana era quedarse dormida en el regazo y con la misma obsesión con la que buscaba el Sol, se aferraba al último suspiro del calentador apagado. Era entonces cuando irremediablemente exigía ser exiliada del helado patio y solicitaba asilo político en el baño, que durante meses permanecía forrado de cobijas.
Si me hubiera sido dado pedir un deseo, ese habría sido que Winnie me esperara hasta la Navidad y verla al menos una vez más. Mi deseo no fue concedido. Winnie se marchó. Descansó tras meses de agonía y sufrimiento. Me dicen que estaba en los huesos. Ya no trazaba círculos en el patio, ni se escuchaban los ladridos, aunque según me cuentan, jamás renunció a mover la cola. Los seres humanos somos por naturaleza egoístas. Nos aferramos con uñas y dientes a la vida y buscamos aferrar a los seres queridos, aunque quede sólo la llama de una vela que agoniza bajo la tempestad y aunque esa llama represente el sufrimiento de quien amamos. Aún así, egoísta como soy, confieso que este descanso me duele inmensamente. Suelo ser frío ante muerte, pero hoy mi frialdad se ha hecho pedazos y la tristeza siempre trae consigo la duda. Cuando salí a pasear al caer la noche, sólo pensé que esas estrellas ya no alumbraban a Winnie. Y sí, algo tan leve, tan frágil, como puede ser la vida que se escapa en un suspiro de un cuerpecito agonizante, arrastra con sigo tempestades ontológicas. No se si hay Dios o si hay paraíso, pero hoy me pregunto: ¿A dónde se van los perros? ¿En qué cielo estará Winnie trazando círculos? ¿Qué rayo de Sol prófugo de las nubes calentará su alma?