Una plegaria por los Conejos
Los conejos murieron el sábado. Puedo afirmar que hacía demasiado tiempo que no me sentía tan triste. Creo que desde mi infancia no experimentaba semejante melancolía. Los sentimientos humanos son a menudo indescifrables, impredecibles, absurdos tal vez. Hay sentimientos sobre los que no se manda. A menudo soy en extremo insensible ante el dolor humano. El sufrimiento y la desgracia raramente me conmueven. Soy absolutamente indiferente ante los llantos plañideros de funerales o ante las historias trágicas de conocidos y amigos. Nada me produce el ver cadáveres recién masacrados e incluso me considero fuerte ante mis propias adversidades. Sin embargo, la suerte de uno pequeños conejos silvestres me hizo mirar de frente al rostro de la tristeza. Recordé entonces el pasaje de El Zorro en la novela El Principito. Se que en los alrededores de mi casa debe haber cientos de conejos y todos los días deben nacen y mueren muchos de estos lagomorfos. Sin embargo, el destino puso en el camino de Carolina a tres bebés conejitos abandonados en medio de una vereda. ¿Qué hacían allí? ¿Por qué los abandonó su madre? No lo sabemos. Sin embargo el cuidado de esos conejitos se convirtió de un momento a otro en nuestra prioridad absoluta. Creímos que en verdad podrían sobrevivir. Que alimentándolos con leche nido en biberón sería suficiente para que pudieran crecer. Sabíamos que menos del 10% de los conejos recién nacidos separados de su madre tienen posibilidades de sobrevivir. Máxime tratándose de conejos silvestres. Sin embargo, nos aferramos a la esperanza. La vida se transformó entonces en un suspiro, un soplo de levedad, una llama moribunda en el viento helado. Un pequeño cuerpo con menos de cuatro días de nacido moría en la palma de mi mano y me pareció la escena más desgarradora de mi existencia. Los sepultamos en el monte. En su tumba pusimos algunas piedras, flores silvestres. Descansan en paz.
Los conejos murieron el sábado. Puedo afirmar que hacía demasiado tiempo que no me sentía tan triste. Creo que desde mi infancia no experimentaba semejante melancolía. Los sentimientos humanos son a menudo indescifrables, impredecibles, absurdos tal vez. Hay sentimientos sobre los que no se manda. A menudo soy en extremo insensible ante el dolor humano. El sufrimiento y la desgracia raramente me conmueven. Soy absolutamente indiferente ante los llantos plañideros de funerales o ante las historias trágicas de conocidos y amigos. Nada me produce el ver cadáveres recién masacrados e incluso me considero fuerte ante mis propias adversidades. Sin embargo, la suerte de uno pequeños conejos silvestres me hizo mirar de frente al rostro de la tristeza. Recordé entonces el pasaje de El Zorro en la novela El Principito. Se que en los alrededores de mi casa debe haber cientos de conejos y todos los días deben nacen y mueren muchos de estos lagomorfos. Sin embargo, el destino puso en el camino de Carolina a tres bebés conejitos abandonados en medio de una vereda. ¿Qué hacían allí? ¿Por qué los abandonó su madre? No lo sabemos. Sin embargo el cuidado de esos conejitos se convirtió de un momento a otro en nuestra prioridad absoluta. Creímos que en verdad podrían sobrevivir. Que alimentándolos con leche nido en biberón sería suficiente para que pudieran crecer. Sabíamos que menos del 10% de los conejos recién nacidos separados de su madre tienen posibilidades de sobrevivir. Máxime tratándose de conejos silvestres. Sin embargo, nos aferramos a la esperanza. La vida se transformó entonces en un suspiro, un soplo de levedad, una llama moribunda en el viento helado. Un pequeño cuerpo con menos de cuatro días de nacido moría en la palma de mi mano y me pareció la escena más desgarradora de mi existencia. Los sepultamos en el monte. En su tumba pusimos algunas piedras, flores silvestres. Descansan en paz.