Todos los perros van al cielo
Debo conjurar mi culpa. La semana pasada me sucedió algo que hubiera deseado nunca me sucediera en la vida: Maté a un perro. Sólo puedo argumentar ante el tribunal de mis remordimientos, que me fue imposible evitarlo, literalmente imposible. Se me ha tachado a menudo de ser insensible ante el sufrimiento ajeno y sí, algo hay de cierto en eso. Pero si algo no puedo soportar, es que alguien maltrate a los animales o a los niños. Ese par de costumbres tan mexicanas las aborrezco. Por ello profeso un odio brutal a quienes matan a los perros. Siempre creí que era posible frenar, hacer algo para evitarlo. Ya he comprobado que no. Quien haya conducido por la noche en la Carretera Escénica, sabe que no hay luz mercurial. También sabe que la neblina suele ser la regla y la claridad la excepción. Los días de guardia abandono la Redacción casi a la media noche. Me gusta retornar tranquilamente a casa, sin prisas ni aceleres de ningún tipo, escuchando buena música. Sólo cuando las calles están desoladas disfruto verdaderamente manejar. La cuestión es que iba conduciendo por la Carretera Escénica, como a las 12:00 de la noche, a unas 65 o 70 millas cuando en una curva en un de repente, una miserable fracción de segundo, veo un bulto parado frente a mí. Hay cosas que suceden demasiado rápido. Intenté frenar y volantear, pero antes de cualquier cosa sentí el golpe fulminante, seco, metal contra carne. Todo intento de salvación fue infructuoso. Sólo sobrevivió el remordimiento cruel, el querer revivir una y otra vez la imagen y concluir en que no estaba en mis manos hacer nada. Hipersensible como he andado, me fue inevitable no pensar en símbolos, mensajes, señales. La cruel aleatoriedad puso a un perro en medio de la Carretera Escénica justo en el segundo en que yo pasé por ahí. O no lo se, pues lo que recuerdo es que el perro no cruzaba, sino que estaba estático, como quien aguarda su muerte impávido, hierático. Sólo deseo que la muerte haya sido rápida y que haya un cielo de perros desde donde este can me perdone.
El Jugador
Justamente hace una semana narraba que al entrar al book de Caliente sentí estar viviendo en una pesadilla. No se por qué, pero los lugares de juego siempre se me hacen sitios pesadillescos. Y como cosa hecha adrede, posteriormente leí en Día Siete el reportaje de Lorena Mancilla sobre una serie de tijuanos adictos a las apuestas. Pese a que considero a Día Siete una revista más bien tirándole a mala, boba y superficial, confieso que el reportaje me entretuvo mucho, aunque no pude menos que sentirme sorprendido por el grado de adicción de esos tipos. Yo soy absolutamente ajeno al vicio del juego, jamás he jugado en mi vida ni le he agarrado el chiste y tal vez por ello me sorprende tanto ver las vidas de los jugadores, atadas a semejante adicción. No puedo comprender a los jugadores. En verdad me cuesta trabajo.
Recuerdo bien la primera vez que vi de frente el rostro del juego y si quieren que sea honesto me causó lo mismo que la primera vez que vi a un tipo tirado en el suelo con una jeringa enterrada. Un 13 de septiembre de 1996, una serie de absolutas improbabilidades (que por hechos que días después ocurrieron pero que no narraré aquí, atribuí a la magia) me llevaron a estar sentado en el asiento de un carro acompañado de un tipo llamado Karl que se dirigía de Boston Massachussets a Rochester Nueva York. Un tipo bastante pedante que era compañero mío en mi equipo de futbol y al que le pedí un aventón a Nueva York, sin saber que para ir a Rochester no se pasa ni siquiera cerca de Manhattan. Lo que sucedió después en Buffalo y en Toronto es harina de otro costal. La cuestión es que yo me encontraba camino de Rochester con ese tipo. Poco después de cruzar por Albany, la capital del estado de Nueva York, mi compañero de viaje dijo que haríamos un riguroso stop en Syracusse, donde visitaría un casino, ¿Siracusa? Pensé en Arquímides y las leyes de la Termodinámica, pero en ese oasis de ninguna parte en medio de la carretera no había ni un pensador griego. Nada de eso. Había sólo un casino. Un maldito casino donde mi compañero pasó más de diez horas enajenado mientras yo intentaba definir qué lleva a los humanos a caer en las redes de ese vicio y que hormona se puede excitar de tal manera para poder engancharse a tal grado. Créalo usted o no, a mis 22 años fue mi primera visita a un casino y sentí una profunda depresión. Mi compañero de juego se transformó en un autómata enajenado. Pasó más de diez horas en ese casino jugando a distintas cosas. Yo no conozco ni un juego, así que para mí todo es igual. Yo empecé a ver a la gente primero con una mueca de incredulidad y después de profunda repugnancia, tal vez a causa del aburrimiento. Yo sabía de esto del vicio del juego por novelas como El Jugador de Dostoievski o las 24 Horas en la vida de una mujer de Zweing, pero jamás había visto de frente lo que esa malsana adicción produce. Fue el equivalente a que me encerraran en un picadero de heroinómanos a los que veía picarse y diluirse en su paraíso artificial, suspendidos en un oasis donde el tiempo no pasaba y donde yo no encajaba. Nunca en mi vida he ido a Las Vegas ni pienso ir jamás, nunca he ido a Viejas Casino, al Caliente sólo he ido una vez a ver futbol. No entiendo a los jugadores. Un vicio sólo puede comprenderse cuando se experimenta en carne propia. Un vicio universal, que lo mismo padeció Dostoievski que Hemingway y que Stefan Zweing retrató con maestría. Sin embargo, yo respeto a todos los viciosos del mundo, pues tengo vicios que nadie puede comprender. Después de todo, nadie en Tijuana entiende que el resultado de un equipo de futbol que juega en San Nicolás de los Garza pueda determinar mi estado de ánimo el fin de semana. También entiendo que a alguien le sorprenda que una persona pueda pasar todo un día pegado a un libro o muchas horas con los audífonos escupiendo black metal en las orejas y pueda considerar el asunto como un vicio mal sano y enfermizo. En vicios se rompen géneros.
Debo conjurar mi culpa. La semana pasada me sucedió algo que hubiera deseado nunca me sucediera en la vida: Maté a un perro. Sólo puedo argumentar ante el tribunal de mis remordimientos, que me fue imposible evitarlo, literalmente imposible. Se me ha tachado a menudo de ser insensible ante el sufrimiento ajeno y sí, algo hay de cierto en eso. Pero si algo no puedo soportar, es que alguien maltrate a los animales o a los niños. Ese par de costumbres tan mexicanas las aborrezco. Por ello profeso un odio brutal a quienes matan a los perros. Siempre creí que era posible frenar, hacer algo para evitarlo. Ya he comprobado que no. Quien haya conducido por la noche en la Carretera Escénica, sabe que no hay luz mercurial. También sabe que la neblina suele ser la regla y la claridad la excepción. Los días de guardia abandono la Redacción casi a la media noche. Me gusta retornar tranquilamente a casa, sin prisas ni aceleres de ningún tipo, escuchando buena música. Sólo cuando las calles están desoladas disfruto verdaderamente manejar. La cuestión es que iba conduciendo por la Carretera Escénica, como a las 12:00 de la noche, a unas 65 o 70 millas cuando en una curva en un de repente, una miserable fracción de segundo, veo un bulto parado frente a mí. Hay cosas que suceden demasiado rápido. Intenté frenar y volantear, pero antes de cualquier cosa sentí el golpe fulminante, seco, metal contra carne. Todo intento de salvación fue infructuoso. Sólo sobrevivió el remordimiento cruel, el querer revivir una y otra vez la imagen y concluir en que no estaba en mis manos hacer nada. Hipersensible como he andado, me fue inevitable no pensar en símbolos, mensajes, señales. La cruel aleatoriedad puso a un perro en medio de la Carretera Escénica justo en el segundo en que yo pasé por ahí. O no lo se, pues lo que recuerdo es que el perro no cruzaba, sino que estaba estático, como quien aguarda su muerte impávido, hierático. Sólo deseo que la muerte haya sido rápida y que haya un cielo de perros desde donde este can me perdone.
El Jugador
Justamente hace una semana narraba que al entrar al book de Caliente sentí estar viviendo en una pesadilla. No se por qué, pero los lugares de juego siempre se me hacen sitios pesadillescos. Y como cosa hecha adrede, posteriormente leí en Día Siete el reportaje de Lorena Mancilla sobre una serie de tijuanos adictos a las apuestas. Pese a que considero a Día Siete una revista más bien tirándole a mala, boba y superficial, confieso que el reportaje me entretuvo mucho, aunque no pude menos que sentirme sorprendido por el grado de adicción de esos tipos. Yo soy absolutamente ajeno al vicio del juego, jamás he jugado en mi vida ni le he agarrado el chiste y tal vez por ello me sorprende tanto ver las vidas de los jugadores, atadas a semejante adicción. No puedo comprender a los jugadores. En verdad me cuesta trabajo.
Recuerdo bien la primera vez que vi de frente el rostro del juego y si quieren que sea honesto me causó lo mismo que la primera vez que vi a un tipo tirado en el suelo con una jeringa enterrada. Un 13 de septiembre de 1996, una serie de absolutas improbabilidades (que por hechos que días después ocurrieron pero que no narraré aquí, atribuí a la magia) me llevaron a estar sentado en el asiento de un carro acompañado de un tipo llamado Karl que se dirigía de Boston Massachussets a Rochester Nueva York. Un tipo bastante pedante que era compañero mío en mi equipo de futbol y al que le pedí un aventón a Nueva York, sin saber que para ir a Rochester no se pasa ni siquiera cerca de Manhattan. Lo que sucedió después en Buffalo y en Toronto es harina de otro costal. La cuestión es que yo me encontraba camino de Rochester con ese tipo. Poco después de cruzar por Albany, la capital del estado de Nueva York, mi compañero de viaje dijo que haríamos un riguroso stop en Syracusse, donde visitaría un casino, ¿Siracusa? Pensé en Arquímides y las leyes de la Termodinámica, pero en ese oasis de ninguna parte en medio de la carretera no había ni un pensador griego. Nada de eso. Había sólo un casino. Un maldito casino donde mi compañero pasó más de diez horas enajenado mientras yo intentaba definir qué lleva a los humanos a caer en las redes de ese vicio y que hormona se puede excitar de tal manera para poder engancharse a tal grado. Créalo usted o no, a mis 22 años fue mi primera visita a un casino y sentí una profunda depresión. Mi compañero de juego se transformó en un autómata enajenado. Pasó más de diez horas en ese casino jugando a distintas cosas. Yo no conozco ni un juego, así que para mí todo es igual. Yo empecé a ver a la gente primero con una mueca de incredulidad y después de profunda repugnancia, tal vez a causa del aburrimiento. Yo sabía de esto del vicio del juego por novelas como El Jugador de Dostoievski o las 24 Horas en la vida de una mujer de Zweing, pero jamás había visto de frente lo que esa malsana adicción produce. Fue el equivalente a que me encerraran en un picadero de heroinómanos a los que veía picarse y diluirse en su paraíso artificial, suspendidos en un oasis donde el tiempo no pasaba y donde yo no encajaba. Nunca en mi vida he ido a Las Vegas ni pienso ir jamás, nunca he ido a Viejas Casino, al Caliente sólo he ido una vez a ver futbol. No entiendo a los jugadores. Un vicio sólo puede comprenderse cuando se experimenta en carne propia. Un vicio universal, que lo mismo padeció Dostoievski que Hemingway y que Stefan Zweing retrató con maestría. Sin embargo, yo respeto a todos los viciosos del mundo, pues tengo vicios que nadie puede comprender. Después de todo, nadie en Tijuana entiende que el resultado de un equipo de futbol que juega en San Nicolás de los Garza pueda determinar mi estado de ánimo el fin de semana. También entiendo que a alguien le sorprenda que una persona pueda pasar todo un día pegado a un libro o muchas horas con los audífonos escupiendo black metal en las orejas y pueda considerar el asunto como un vicio mal sano y enfermizo. En vicios se rompen géneros.