Historias
Hoy escuché historias tristes de empleados del pasado ayuntamiento panista que se rasgan las vestiduras al verse de golpe y porrazo arrancados de la ubre pública.
Llaman a mi teléfono, piden que interceda por ellos, que les saque alguna nota diciendo lo buenos que eran, el gran trabajo que hicieron en su dependencia, lo injusto que es su despido, lo cruel que será pasar Navidad sin un quinto. Veinte días después empiezan a hartarme. Ante todo aprecio la lealtad en las personas. Creo que por un mínimo de sentido común, se puede deducir que al entrar un ayuntamiento de un partido diferente, las cabezas de los empleados de confianza que servían al anterior alcalde están condenadas a rodar. Digo, lo más digno era autoinmolarse al ver perdida la batalla y renunciar el 30 de noviembre. Pero la moda es ver a los que en agosto eran fervientes panistas, declararse trabajadores institucionales, al servicio de Tijuana y del Ingeniero. Seguro estoy que si les pidieran afiliarse al PRI y besar la mano del Alcalde a cambio de conservar sus puestos, no dudarían en hacerlo. Por desgracia para ellos, no tendrán esa oportunidad y deberán que tragarse a sorbos su indignidad. No cabe duda que el desempleo arrastra al hombre a cualquier tipo de humillación.
Hoy escuché historias de arribistas surgidos bajo las piedras, que de la noche a la mañana se transforman en funcionarios por obra y gracia del dedo del Presidente.
De marranos oportunistas, líderes de inmundas cofradías que hoy en día pasean orgullosos cuál señores feudales presumiendo su recién estrenado manto de impunidad.
De comunicadores que fungen como agentes colocadores de empleos y grilladores profesionales al servicio del mejor postor.
De ignorantes que se regodean en la orgía de lo burdo, de mentecatos que se embriagan con sus babas y se deleitan en festín con sus heces.
Hoy escuché historias de pobres. Cientos de pobres, miles de pobres. La miseria feroz ha tomado las calles. Los miserables son universales. Sus actitudes, sus anhelos, su perpetua humillación trasciende épocas y culturas. El pordiosero y la prostituta son los seres más universales de la humanidad.
Los pobres piden, los pobres lloran, lamentan, buscan la redención del poderoso. Los pobres buscan un dios, una deidad de desdichados, una deidad que santifica la piedad, una deidad que les viene como anillo al dedo. Historias de pobres, narradas por los pobres. Injusticias, desgracias, valles de lágrimas y muchos niños, siempre rodeados de niños, chamagosos, infestados de parásitos, siempre corriendo y chilloteando mientras sus padres aguardan la piedad del poderoso. Los pobres están obsesionados por la procreación. Sienten que deben repetirse, perpetuarse en especie, poblar con su estirpe este planeta de desgracias. Me he acostumbrado a las historias de los pobres, a esa crónica letanía que busca ser santificada y que un día, en una abrir y cerrar de ojos, estalla en furia, derrama sangre, proclama revoluciones, danza frenética sobre el cadáver de su opresor y después vuelve a su reino de dolor, al trono de inmundicia que la eternidad les ha reservado en donde yacen anestesiados por el elíxir de la ignorancia por los Siglos de los Siglos.
Hoy escuché historias de clasemedieros. Cientos de clase medieros ¿Cientos? Miles, millones de clasemedieros. La Navidad es la apoteosis del clasemierdero, su non plus ultra. El clasemierdero con su aguinaldo en la bolsa, el clasemediero que reparte buenos deseos, abrazos hipócritas y acuchilla sin piedad su tarjeta de débito mientras se arroja a los centros comerciales como las moscas sobre el pedazo de pastel. El clasemediero que pretende y anhela, el clasemediero al que le urge demostrar, ser envidiado. El clasemediero que está urgido de superar complejos ancestrales y condenas impostergables.
Hoy escuché muchas pinches historias que he escuchado toda la vida y que francamente empiezo a estar hasta los huevos de escuchar.
Hoy escuché historias tristes de empleados del pasado ayuntamiento panista que se rasgan las vestiduras al verse de golpe y porrazo arrancados de la ubre pública.
Llaman a mi teléfono, piden que interceda por ellos, que les saque alguna nota diciendo lo buenos que eran, el gran trabajo que hicieron en su dependencia, lo injusto que es su despido, lo cruel que será pasar Navidad sin un quinto. Veinte días después empiezan a hartarme. Ante todo aprecio la lealtad en las personas. Creo que por un mínimo de sentido común, se puede deducir que al entrar un ayuntamiento de un partido diferente, las cabezas de los empleados de confianza que servían al anterior alcalde están condenadas a rodar. Digo, lo más digno era autoinmolarse al ver perdida la batalla y renunciar el 30 de noviembre. Pero la moda es ver a los que en agosto eran fervientes panistas, declararse trabajadores institucionales, al servicio de Tijuana y del Ingeniero. Seguro estoy que si les pidieran afiliarse al PRI y besar la mano del Alcalde a cambio de conservar sus puestos, no dudarían en hacerlo. Por desgracia para ellos, no tendrán esa oportunidad y deberán que tragarse a sorbos su indignidad. No cabe duda que el desempleo arrastra al hombre a cualquier tipo de humillación.
Hoy escuché historias de arribistas surgidos bajo las piedras, que de la noche a la mañana se transforman en funcionarios por obra y gracia del dedo del Presidente.
De marranos oportunistas, líderes de inmundas cofradías que hoy en día pasean orgullosos cuál señores feudales presumiendo su recién estrenado manto de impunidad.
De comunicadores que fungen como agentes colocadores de empleos y grilladores profesionales al servicio del mejor postor.
De ignorantes que se regodean en la orgía de lo burdo, de mentecatos que se embriagan con sus babas y se deleitan en festín con sus heces.
Hoy escuché historias de pobres. Cientos de pobres, miles de pobres. La miseria feroz ha tomado las calles. Los miserables son universales. Sus actitudes, sus anhelos, su perpetua humillación trasciende épocas y culturas. El pordiosero y la prostituta son los seres más universales de la humanidad.
Los pobres piden, los pobres lloran, lamentan, buscan la redención del poderoso. Los pobres buscan un dios, una deidad de desdichados, una deidad que santifica la piedad, una deidad que les viene como anillo al dedo. Historias de pobres, narradas por los pobres. Injusticias, desgracias, valles de lágrimas y muchos niños, siempre rodeados de niños, chamagosos, infestados de parásitos, siempre corriendo y chilloteando mientras sus padres aguardan la piedad del poderoso. Los pobres están obsesionados por la procreación. Sienten que deben repetirse, perpetuarse en especie, poblar con su estirpe este planeta de desgracias. Me he acostumbrado a las historias de los pobres, a esa crónica letanía que busca ser santificada y que un día, en una abrir y cerrar de ojos, estalla en furia, derrama sangre, proclama revoluciones, danza frenética sobre el cadáver de su opresor y después vuelve a su reino de dolor, al trono de inmundicia que la eternidad les ha reservado en donde yacen anestesiados por el elíxir de la ignorancia por los Siglos de los Siglos.
Hoy escuché historias de clasemedieros. Cientos de clase medieros ¿Cientos? Miles, millones de clasemedieros. La Navidad es la apoteosis del clasemierdero, su non plus ultra. El clasemierdero con su aguinaldo en la bolsa, el clasemediero que reparte buenos deseos, abrazos hipócritas y acuchilla sin piedad su tarjeta de débito mientras se arroja a los centros comerciales como las moscas sobre el pedazo de pastel. El clasemediero que pretende y anhela, el clasemediero al que le urge demostrar, ser envidiado. El clasemediero que está urgido de superar complejos ancestrales y condenas impostergables.
Hoy escuché muchas pinches historias que he escuchado toda la vida y que francamente empiezo a estar hasta los huevos de escuchar.