Dice Javier Marías
Cada vez que ETA asesina -y casi siempre lo hace de buena mañana, los terroristas madrugan, o quizá es que no duermen la noche previa-, existe la costumbre de que, hacia el mediodía, los responsables de los ayuntamientos de las ciudades salgan a la puerta de sus edificios, con calor, frío o lluvia, y guarden uno o dos minutos de silencio. A ellos se suman cuantos ciudadanos lo deseen, normalmente los que están cerca de allí. Es una cosa que impresiona mucho, ese silencio que es a la vez luto y repulsa, un silencio colectivo, de personas que interrumpen sus actividades o sus recorridos y se quedan quietas en mitad de la calle. Si alguien lanza un grito o una maldición contra los asesinos entonces, su voz suele ser acallada, porque en esos momentos la condena verdadera es no decir nada. Y, pese a la reiteración de esta costumbre a lo largo de demasiados años, el acto no ha perdido fuerza, ni se ha gastado, a diferencia de tantas otras reacciones que se han tornado huecas por culpa de las repeticiones.
Cada vez que ETA asesina -y casi siempre lo hace de buena mañana, los terroristas madrugan, o quizá es que no duermen la noche previa-, existe la costumbre de que, hacia el mediodía, los responsables de los ayuntamientos de las ciudades salgan a la puerta de sus edificios, con calor, frío o lluvia, y guarden uno o dos minutos de silencio. A ellos se suman cuantos ciudadanos lo deseen, normalmente los que están cerca de allí. Es una cosa que impresiona mucho, ese silencio que es a la vez luto y repulsa, un silencio colectivo, de personas que interrumpen sus actividades o sus recorridos y se quedan quietas en mitad de la calle. Si alguien lanza un grito o una maldición contra los asesinos entonces, su voz suele ser acallada, porque en esos momentos la condena verdadera es no decir nada. Y, pese a la reiteración de esta costumbre a lo largo de demasiados años, el acto no ha perdido fuerza, ni se ha gastado, a diferencia de tantas otras reacciones que se han tornado huecas por culpa de las repeticiones.