A menudo suelo ser un espectador frío e indiferente de las tragedias. Las grandes catástrofes mundiales o incluso las locales las asumo con inmutabilidad. Jamás he sentido nada cuando estoy frente a un cadáver envuelto en una cobija, asunto que es pan de cada día en nuestra ciudad. Pero ni siquiera al caminar por escombros del WTC la noche del 28 de septiembre de 2001 sentí un vuelco al corazón. Sí, sentía una vibra especial, pero esa vibra no se parecía a la tristeza.
Sin embargo, esta mañana no puedo evitar una terrible carga de melancolía al mirar las imágenes de Madrid. He estado pegado a la página de El País (cuyo sitio, por este día de luto, es gratis) y lejos de curiosidad y expectación, me descubro con una inmensa melancolía. España me duele. No puedo permanecer indiferente al dolor de esa nación. Pienso en la estación de Atocha, en los trenes de Renfe en los que varias veces he viajado y los imagino ahora, cubiertos de sangre. Una ciudad cuyos habitantes sólo me han regalado alegrías y buenos momentos, está sumida en la desolación. España no se merece esto. Su gente no arrastra un karma que les obligue a pagar este alto costo.
Si fue Al Qaeda como por ahí se dice, la factura es para el cerdo colaboracionista de Aznar. En su afán servil de quedar bien ante Bush, Aznar metió a España en una lucha que no le correspondía, aún a costa de la oposición de millones y millones de habitantes que salieron a las calles a repudiar la guerra. Si fue ETA, será tiempo más que oportuno para iniciar de una buena vez por todas una radi-cal campaña de exterminio contra esa alimaña repudiada por el gran pueblo vasco y que en absoluto representa los intereses mayoritarios de Euzkadi. Sin piedad contra ellos, sin temor a la opinión pública, que sólo seres devaluados como Marcos y compañía se opondrán. El español es un pueblo culto, tolerante, abierto, que ama la paz y que a diferencia del gringo, no se droga con las aspirinas bara-tas que le receta su gobierno. Me duele lo que viene: el miedo, la desconfianza, los ojos eléctricos alucinando un terrorista en cada rostro extranjero. Pero el pueblo de España es demasiado grande como para dejarse desangrar por esta herida.
Sin embargo, esta mañana no puedo evitar una terrible carga de melancolía al mirar las imágenes de Madrid. He estado pegado a la página de El País (cuyo sitio, por este día de luto, es gratis) y lejos de curiosidad y expectación, me descubro con una inmensa melancolía. España me duele. No puedo permanecer indiferente al dolor de esa nación. Pienso en la estación de Atocha, en los trenes de Renfe en los que varias veces he viajado y los imagino ahora, cubiertos de sangre. Una ciudad cuyos habitantes sólo me han regalado alegrías y buenos momentos, está sumida en la desolación. España no se merece esto. Su gente no arrastra un karma que les obligue a pagar este alto costo.
Si fue Al Qaeda como por ahí se dice, la factura es para el cerdo colaboracionista de Aznar. En su afán servil de quedar bien ante Bush, Aznar metió a España en una lucha que no le correspondía, aún a costa de la oposición de millones y millones de habitantes que salieron a las calles a repudiar la guerra. Si fue ETA, será tiempo más que oportuno para iniciar de una buena vez por todas una radi-cal campaña de exterminio contra esa alimaña repudiada por el gran pueblo vasco y que en absoluto representa los intereses mayoritarios de Euzkadi. Sin piedad contra ellos, sin temor a la opinión pública, que sólo seres devaluados como Marcos y compañía se opondrán. El español es un pueblo culto, tolerante, abierto, que ama la paz y que a diferencia del gringo, no se droga con las aspirinas bara-tas que le receta su gobierno. Me duele lo que viene: el miedo, la desconfianza, los ojos eléctricos alucinando un terrorista en cada rostro extranjero. Pero el pueblo de España es demasiado grande como para dejarse desangrar por esta herida.