De los opiáceos al cristianismo
El sábado pasado, mientras comíamos unos deliciosos mariscos en Rosarito, un drogadicto rehabili-tado vino a vendernos chocolates. Le compramos un Hershey blanco, a los que soy tan adicto como ellos a la heroína. El drogadicto, cuarentón y sonriente, repleto de esos tatuajes de prisión que pare-cen elaborados con pluma de tan malhechos, creyó que la compra del chocolate era el pretexto per-fecto para inducirnos a una droga peor, más adictiva, mortífera y asquerosa que crystal: Cristo. Ca-rolina le preguntó sobre los métodos que utilizaban en su centro de rehabilitación. El cristiano dijo que daban pastillas. Carol le preguntó si contaban con la licencia para recetar esa clase de medica-mentos o si acaso en el centro de rehabilitación había un psiquiatra facultado para recetarlos. El dro-gadicto nos dijo que contaban con el mejor psiquiatra del Mundo: Cristo y al pronunciar la palabra se le iluminaron sus ojos. Agárrate, empezó la perorata. Cristo me salvó, yo era un hombre perdido, un gusano que se arrastraba por la calle, pero Él me iluminó con su infinita luz y me puso en la sen-da del buen camino. De no ser porque queríamos terminar en paz nuestros mariscos y quitárnoslo de encima, le hubiéramos echado en cara nuestro concepto favorito de Lacan: Hazte cargo de tu deseo. El cristiano jamás asumirá su deseo. No es él ni su voluntad quien lo rehabilita: Es una otredad in-existente llamada Cristo en quien depositan toda la fuerza de sus impulsos y sus actos. Luego en-tonces, su maldad no es suya, sino del Diablo, el tentador, el mentiroso. El hombre será un eterno menor de edad sujeto a las voluntades de un Jehová y un Satanás igualmente furibundos. ¿Valdrá la pena iniciar un debate un él? No. Mejor concentrarnos en nuestros camarones y nuestras cervezas.
En Tijuana hay miles de heroinómanos transformados en cristianos. Simplemente sustituyeron la droga. Cambiaron la heroína por Cristo. Yo insisto que su segunda droga es mucho peor.
Las aspirinas de la fe
A menudo me han hablado de la fuerza que da la fe. No lo dudo: Creer firmemente que hay alguien que desempeña la función de hermano mayor o papá regañón, castigador y apapachador según tu comportamiento es muy confortable. A veces me imagino que sería de lo más cómodo pensar que al final de esta vida hay un paraíso, como hotel de cinco estrellas al que podrás acceder siempre y cuando cumplas puntualmente con tus cuotas al Vaticano. Imaginarte que alguien, un ente todopo-deroso y pensante te hizo, por si fuera poco para algún motivo específico y te tiene reservado un des-tino. Sería bonito, pero es inútil. La religión no cae en mi cabeza. Desde los 16 años eché a patadas a Dios y cualquier cosa que le parezca.
Veo a mis parientes, tan católicos ellos. Me ponen el ejemplo de una tía del opus dei que ha llevado una vida llena de sufrimientos, pues quedó huérfana a los cinco años y hace poco, su niño pequeño se ahogó en una alberca ante sus ojos. Sin la fe, me dicen, ella se hubiera perdido, se hubiera de-rrumbado. Posiblemente. La fe es una droga, un analgésico, es como atiborrarte de morfina si sientes dolor y meterte un somnífero si estas alterado e histérico. La fe es efectiva, nadie lo duda, por eso es tan buen negocio. Ofrécele a Dios tu dolor, porque para esto han de saber que a esta deidad cristiana que nos cargamos además del dinero le gusta mucho el dolor. Se emociona pues con los sufrimientos de sus hijos y se alimenta de ellos. Yo trato de sortear la vida sin anestesia, con mi pinche desamparo ontológico a cuestas, sabiendo que no soy más que un accidente de la biología, un azar a la deriva en espera de que la Santísima Muerte toque su hombro. Sí, está más cabrón sin anestesia, pero las aspi-rinas teológicas ya nomás no me entran. Las vomita mi organismo, pues.
El sábado pasado, mientras comíamos unos deliciosos mariscos en Rosarito, un drogadicto rehabili-tado vino a vendernos chocolates. Le compramos un Hershey blanco, a los que soy tan adicto como ellos a la heroína. El drogadicto, cuarentón y sonriente, repleto de esos tatuajes de prisión que pare-cen elaborados con pluma de tan malhechos, creyó que la compra del chocolate era el pretexto per-fecto para inducirnos a una droga peor, más adictiva, mortífera y asquerosa que crystal: Cristo. Ca-rolina le preguntó sobre los métodos que utilizaban en su centro de rehabilitación. El cristiano dijo que daban pastillas. Carol le preguntó si contaban con la licencia para recetar esa clase de medica-mentos o si acaso en el centro de rehabilitación había un psiquiatra facultado para recetarlos. El dro-gadicto nos dijo que contaban con el mejor psiquiatra del Mundo: Cristo y al pronunciar la palabra se le iluminaron sus ojos. Agárrate, empezó la perorata. Cristo me salvó, yo era un hombre perdido, un gusano que se arrastraba por la calle, pero Él me iluminó con su infinita luz y me puso en la sen-da del buen camino. De no ser porque queríamos terminar en paz nuestros mariscos y quitárnoslo de encima, le hubiéramos echado en cara nuestro concepto favorito de Lacan: Hazte cargo de tu deseo. El cristiano jamás asumirá su deseo. No es él ni su voluntad quien lo rehabilita: Es una otredad in-existente llamada Cristo en quien depositan toda la fuerza de sus impulsos y sus actos. Luego en-tonces, su maldad no es suya, sino del Diablo, el tentador, el mentiroso. El hombre será un eterno menor de edad sujeto a las voluntades de un Jehová y un Satanás igualmente furibundos. ¿Valdrá la pena iniciar un debate un él? No. Mejor concentrarnos en nuestros camarones y nuestras cervezas.
En Tijuana hay miles de heroinómanos transformados en cristianos. Simplemente sustituyeron la droga. Cambiaron la heroína por Cristo. Yo insisto que su segunda droga es mucho peor.
Las aspirinas de la fe
A menudo me han hablado de la fuerza que da la fe. No lo dudo: Creer firmemente que hay alguien que desempeña la función de hermano mayor o papá regañón, castigador y apapachador según tu comportamiento es muy confortable. A veces me imagino que sería de lo más cómodo pensar que al final de esta vida hay un paraíso, como hotel de cinco estrellas al que podrás acceder siempre y cuando cumplas puntualmente con tus cuotas al Vaticano. Imaginarte que alguien, un ente todopo-deroso y pensante te hizo, por si fuera poco para algún motivo específico y te tiene reservado un des-tino. Sería bonito, pero es inútil. La religión no cae en mi cabeza. Desde los 16 años eché a patadas a Dios y cualquier cosa que le parezca.
Veo a mis parientes, tan católicos ellos. Me ponen el ejemplo de una tía del opus dei que ha llevado una vida llena de sufrimientos, pues quedó huérfana a los cinco años y hace poco, su niño pequeño se ahogó en una alberca ante sus ojos. Sin la fe, me dicen, ella se hubiera perdido, se hubiera de-rrumbado. Posiblemente. La fe es una droga, un analgésico, es como atiborrarte de morfina si sientes dolor y meterte un somnífero si estas alterado e histérico. La fe es efectiva, nadie lo duda, por eso es tan buen negocio. Ofrécele a Dios tu dolor, porque para esto han de saber que a esta deidad cristiana que nos cargamos además del dinero le gusta mucho el dolor. Se emociona pues con los sufrimientos de sus hijos y se alimenta de ellos. Yo trato de sortear la vida sin anestesia, con mi pinche desamparo ontológico a cuestas, sabiendo que no soy más que un accidente de la biología, un azar a la deriva en espera de que la Santísima Muerte toque su hombro. Sí, está más cabrón sin anestesia, pero las aspi-rinas teológicas ya nomás no me entran. Las vomita mi organismo, pues.