Al filo del agua
Para mi colega Humphery Bloggart en agradecimiento por hacerme recordar una gran novela
Hay novelas que te pueden recordar canciones. Con Al filo del agua de Agustín Yáñez me es imposible no pensar en aquella melodía de Joan Manuel Serrat titulada “El pueblo blanco” (y aclaro que no soy fan de Serrat ni mucho menos, pero mi padre lo escuchaba en exceso en mi infancia y me aprendí sus canciones)
Un pueblo que se carcome en silencio, que sobrevive cada atardecer a su eterno y particular Apocalipsis, en donde la carne arrugada y polvorienta se acaba por transformar en fantasma.
Sí, el pueblo de Serrat está en algún olvidado lugar de España y ve pasar la Guerra Civil en medio del polvo sin que el retumbar de los cañones quiebre su monotonía.
¿Dónde está el Yahualica de Yáñez? Geográficamente lo ubicamos en algún lugar del Bajío, en Jalisco, en el mismísimo corazón de las tierras cristeras, reductos del más radical fanatismo religioso.
Cual si existieran murallas de polvo, nostalgia y miedo, la gente permanece aferrada a esos eternos infiernos grandes.
Escrita en 1947, Al filo del agua ha sido considerada por algunos como la obra más acabada y ambi-ciosa de la novela de la Revolución.
No coincido con esta afirmación; aunque el tema de Al filo del agua es la opresión enfrentada a la sombra de la rebelión como espectro amenazante y si bien cronológicamente se ubica en la Revolución, lo cierto es que Yáñez va mucho más allá en sus ambiciones.
Sí, es innegable que está emparentada con la obra de Mariano Azuela, diría más bien que es su ahijada natural, pero la trascendencia de Al filo del agua se ubica en un punto, a mi juicio, superior.
Claro, también hay quien, como Mauricio Molina, señala que Al filo del agua es una novela que bien puede emparentarse con En busca del tiempo perdido de Proust o La montaña mágica de Mann.
Inevitablemente reflejada (y odiosamente comparada) a cada momento en el espejo de Rulfo, la obra de Yáñez, como la de José Revueltas, representa un punto de quiebre con el pasado revolucionario.
La eterna comparación entre la obra de Yáñez y Rulfo es un debate añejo en la literatura mexicana en el que el autor de Pedro Páramo ha salido favorecido.
Tal vez por cuestiones de espacio y complejidad, la obra de Yáñez ha tenido que conformarse con un grupo más reducido (y también selecto) de lectores.
En Al filo del agua está presente, al menos como sombra, la orgía de las balas de Los de abajo o Tropa vieja, pero Yáñez parece tomar una pala y cavar un pozo en dilemas ancestrales, diríase eternos. La opresión de los habitantes del pueblo no obedece los designios de la boca de un fusil, sino al des-amparo ontológico, al terror espiritual.
La amenaza de la tormenta y el cielo oscurecido, es un heraldo de los peores horrores apocalípticos.
El cielo cae a pedazos, la tierra se abre, la guerra ronda a unos pasos. El pueblo es el Universo y el In-fierno. Lucas Macías su infausto profeta.
El pueblo es, después de todo, una teocracia representada por el Padre Dionisio guardián de las conciencias y los terrores de sus habitantes, promotor de esa suerte de luto eterno encarnado en los ropajes polvorientos de las viejas. El miedo, la culpa, el pecado, eternamente recordados por el padre, son, junto con el polvo, los guardianes que sumergen al pueblo en ese inquebrantable silencio de ce-menterio que sólo se ve interrumpido por el doblar de las campanas.
Pd- Mi ejemplar de Al filo del agua en Fondo de Cultura Económica, se quedó junto con otros mu-chos libros en Monterrey. Esta mañana tuve el gusanito de la relectura y fui a buscarlo a la Biblioteca Benito Juárez. Y encontré Las tierras flacas, La creación, pero la obra cumbre de Yáñez brilló por su ausencia.
Para mi colega Humphery Bloggart en agradecimiento por hacerme recordar una gran novela
Hay novelas que te pueden recordar canciones. Con Al filo del agua de Agustín Yáñez me es imposible no pensar en aquella melodía de Joan Manuel Serrat titulada “El pueblo blanco” (y aclaro que no soy fan de Serrat ni mucho menos, pero mi padre lo escuchaba en exceso en mi infancia y me aprendí sus canciones)
Un pueblo que se carcome en silencio, que sobrevive cada atardecer a su eterno y particular Apocalipsis, en donde la carne arrugada y polvorienta se acaba por transformar en fantasma.
Sí, el pueblo de Serrat está en algún olvidado lugar de España y ve pasar la Guerra Civil en medio del polvo sin que el retumbar de los cañones quiebre su monotonía.
¿Dónde está el Yahualica de Yáñez? Geográficamente lo ubicamos en algún lugar del Bajío, en Jalisco, en el mismísimo corazón de las tierras cristeras, reductos del más radical fanatismo religioso.
Cual si existieran murallas de polvo, nostalgia y miedo, la gente permanece aferrada a esos eternos infiernos grandes.
Escrita en 1947, Al filo del agua ha sido considerada por algunos como la obra más acabada y ambi-ciosa de la novela de la Revolución.
No coincido con esta afirmación; aunque el tema de Al filo del agua es la opresión enfrentada a la sombra de la rebelión como espectro amenazante y si bien cronológicamente se ubica en la Revolución, lo cierto es que Yáñez va mucho más allá en sus ambiciones.
Sí, es innegable que está emparentada con la obra de Mariano Azuela, diría más bien que es su ahijada natural, pero la trascendencia de Al filo del agua se ubica en un punto, a mi juicio, superior.
Claro, también hay quien, como Mauricio Molina, señala que Al filo del agua es una novela que bien puede emparentarse con En busca del tiempo perdido de Proust o La montaña mágica de Mann.
Inevitablemente reflejada (y odiosamente comparada) a cada momento en el espejo de Rulfo, la obra de Yáñez, como la de José Revueltas, representa un punto de quiebre con el pasado revolucionario.
La eterna comparación entre la obra de Yáñez y Rulfo es un debate añejo en la literatura mexicana en el que el autor de Pedro Páramo ha salido favorecido.
Tal vez por cuestiones de espacio y complejidad, la obra de Yáñez ha tenido que conformarse con un grupo más reducido (y también selecto) de lectores.
En Al filo del agua está presente, al menos como sombra, la orgía de las balas de Los de abajo o Tropa vieja, pero Yáñez parece tomar una pala y cavar un pozo en dilemas ancestrales, diríase eternos. La opresión de los habitantes del pueblo no obedece los designios de la boca de un fusil, sino al des-amparo ontológico, al terror espiritual.
La amenaza de la tormenta y el cielo oscurecido, es un heraldo de los peores horrores apocalípticos.
El cielo cae a pedazos, la tierra se abre, la guerra ronda a unos pasos. El pueblo es el Universo y el In-fierno. Lucas Macías su infausto profeta.
El pueblo es, después de todo, una teocracia representada por el Padre Dionisio guardián de las conciencias y los terrores de sus habitantes, promotor de esa suerte de luto eterno encarnado en los ropajes polvorientos de las viejas. El miedo, la culpa, el pecado, eternamente recordados por el padre, son, junto con el polvo, los guardianes que sumergen al pueblo en ese inquebrantable silencio de ce-menterio que sólo se ve interrumpido por el doblar de las campanas.
Pd- Mi ejemplar de Al filo del agua en Fondo de Cultura Económica, se quedó junto con otros mu-chos libros en Monterrey. Esta mañana tuve el gusanito de la relectura y fui a buscarlo a la Biblioteca Benito Juárez. Y encontré Las tierras flacas, La creación, pero la obra cumbre de Yáñez brilló por su ausencia.