Cuando amanece no sabes que está más podrido, si tu alma o el entorno. La noche en vela droga, embriaga y cuando llega el día nada es igual. Todo parece un poco mentira, se vuelve pintura pastel derretido. Las imágenes y los sonidos duelen, pero no sientes que vayas a caer dormido. No ahí. Los sueños no podrán visitarte mientras duermas sobre este polvo incoloro, opaco, pegostiozo como la bruma que te ciega y te impide darte cuenta que la tierra prometida es horrible. Sí, es una patada a Dios, pero no quieres verlo, porque conoces bien la pobreza, conoces la sangre, conoces el miedo, pero esto se parece al Infierno. Estos son los paisajes donde se desarrollan las más macabras de las vidas y no concibes que alguien pueda reír mientras pisa este suelo, pues hasta el aguardiente sabe a tierra contaminada de malos deseos. Sientes como sí el tiempo se hubiera vuelto polvo chicloso, garras de un mal sueño y nadie acierta a inventar la palabra que reviente el sopor de la mañana.
No hay nada, nadie, ni siquiera un vecino que los mire desdeñoso y se pregunte que es lo que hacen ahí siete decenas de desdichados amontonándose entre cuatro paredes de cartón esperando que el cielo gris, el que cubre su tierra prometida, arroje el maná para ellos.
Duele pensarlo, decirlo, duele encabronarse y aceptar que les vieron la carota, que les tranzaron a cada uno sus mil 400 y los vinieron a aventar para que se pudran en el Infierno.
No hay nada, nadie, ni siquiera un vecino que los mire desdeñoso y se pregunte que es lo que hacen ahí siete decenas de desdichados amontonándose entre cuatro paredes de cartón esperando que el cielo gris, el que cubre su tierra prometida, arroje el maná para ellos.
Duele pensarlo, decirlo, duele encabronarse y aceptar que les vieron la carota, que les tranzaron a cada uno sus mil 400 y los vinieron a aventar para que se pudran en el Infierno.