Asesinato
El pasamontañas está ahí, tirado en medio de la calle. De no ser porque a su lado está un plástico marcado con el número 36, colocado por el personal de Homicidios, se podría pensar que es un vil trapo para lavar carros que alguien dejó abandonado. Pero basta con ver la reverencia con la que agentes ministeriales, fotógrafos y curiosos lo contemplan, para darse cuenta que ese pedazo de tela negra, que al menos por unos minutos se transforma en objeto sacramental, es parte fundamental de la escena del crimen. Si hubiera podido tocarlo, sin duda hubiera percibido el calor y acaso el sudor emanado del rostro del sicario que hace unos cuantos minutos lo llevaba puesto. Los ojos del sicario se asomaron a través de la apertura de ese mismo pasamontañas que yace ahí tirado y miraron el Sentra blanco introducirse a la cochera de la casa marcada con el número 118 de la calle Zitácuaro en la Colonia Hipódromo. Desde la apertura del pasamontañas, el sicario contempló la figura de Angélica Aguilar Navarro, 28 años, gerente de Mercadotecnia Tv Azteca Tijuana en el momento en que descendió del automóvil, abrió la puerta del garage y volvió a subir al vehículo. No importa que fuera un profesional. Estoy seguro que el rostro del sicario sudaba. Angélica ni siquiera intuía que era acechada. Ni siquiera las malas vibras que habría del aún reciente asesinato de su hermano, del que ella fue testigo, parecían mantenerla intranquila. Su hermano fue acribillado ahí mismo, un sábado de julio. Angélica regresa a casa luego de una jornada de trabajo como cualquier otra. ¿Qué puede haber de emocionante en la noche de un lunes? Para el sicario sí hay una buena dosis de adrenalina bien contenida. El carro ya estaba estacionado cuando el sicario oprime el gatillo, una vez, otra vez y otra. Tres balas. El cristal trasero del carro queda destrozado. Las tres balas impactan la cabeza de Angélica. El sicario sube a su auto y se retira. Ni siquiera acelera o quema llanta. El mundo y el tiempo son suyos. Por la ventana arroja el pasamontañas que queda tirado en el lugar donde yo lo veo, unos minutos después. Para entonces la calle ya está atiborrada de curiosos, que se estremecen al escuchar el escalofriante alarido de horror de la madre. Es fácil permanecer frío ante la visión de un cadáver, pero es complicado mantener la profesional indiferencia cuando se escucha el llanto de la madre post-rada en torno al cuerpo de su hija acribillada. Los curiosos son casi todos gente de Hipódromo. Bien vestidos, con rostros de suficiencia económica y alimentación cuidada, mujeres en atuendo de gimnasio, caras habituales de la página de Sociales, que poco a poco se acostumbran a vivir en un escenario de nota roja. Hace tiempo que la sangre es común en la Colonia Hipódromo. Territorio nacrcoju-nior, escenario natural de ajustes de cuentas. A unos metros de ahí, las luces del galgódromo permanecen encendidas mientras galgos corren y los apostadores sacan los dólares de sus carteras y beben sus whiskys. Todos los curiosos fuman y aunque me duele la garganta y siento los inconfundibles síntomas de un resfriado, tengo ganas de fumar. Por alguna razón, mi cuerpo pide tabaco cuando me toca cubrir notas de asesinatos. Camino entre los curiosos y me detengo de vez en vez a escuchar lamentos y murmullos. Una frase aislada puede revelar una verdad. La noche está fresca. La camioneta del Semefo recoge el cuerpo. Minutos más tarde la grúa se lleva el Sentra. Unos manchones de sangre brotan por abajo de la blanca puerta del vehículo. La gente se retira poco a poco. En el lugar sólo queda el llanto sordo de los familiares. Es tiempo de regresar a escribir la nota que el cierre apura. Y en el camino de regreso al periódico sólo imagino que volver al casa de madrugada, cuando maneje entre la neblina de la carretera libre a Rosarito, pensaré en la imagen omnipresente de la Santísima Muerte, fiel copiloto, compañera eterna de mi hombro derecho y pediré su consejo, luego de resignarme humilde a sus designios. Y es que cada día me queda más claro que para ser asesinado en esta ciudad, sólo basta que alguien, quien sea, quiera matarte y se tome la molestia de hacerlo. Lo demás es mero trámite. Otra vez La Muerte anda suelta y con permiso, agarrando la parranda en las calles de Tijuana. ¿Me invitará un mezcalito?
El pasamontañas está ahí, tirado en medio de la calle. De no ser porque a su lado está un plástico marcado con el número 36, colocado por el personal de Homicidios, se podría pensar que es un vil trapo para lavar carros que alguien dejó abandonado. Pero basta con ver la reverencia con la que agentes ministeriales, fotógrafos y curiosos lo contemplan, para darse cuenta que ese pedazo de tela negra, que al menos por unos minutos se transforma en objeto sacramental, es parte fundamental de la escena del crimen. Si hubiera podido tocarlo, sin duda hubiera percibido el calor y acaso el sudor emanado del rostro del sicario que hace unos cuantos minutos lo llevaba puesto. Los ojos del sicario se asomaron a través de la apertura de ese mismo pasamontañas que yace ahí tirado y miraron el Sentra blanco introducirse a la cochera de la casa marcada con el número 118 de la calle Zitácuaro en la Colonia Hipódromo. Desde la apertura del pasamontañas, el sicario contempló la figura de Angélica Aguilar Navarro, 28 años, gerente de Mercadotecnia Tv Azteca Tijuana en el momento en que descendió del automóvil, abrió la puerta del garage y volvió a subir al vehículo. No importa que fuera un profesional. Estoy seguro que el rostro del sicario sudaba. Angélica ni siquiera intuía que era acechada. Ni siquiera las malas vibras que habría del aún reciente asesinato de su hermano, del que ella fue testigo, parecían mantenerla intranquila. Su hermano fue acribillado ahí mismo, un sábado de julio. Angélica regresa a casa luego de una jornada de trabajo como cualquier otra. ¿Qué puede haber de emocionante en la noche de un lunes? Para el sicario sí hay una buena dosis de adrenalina bien contenida. El carro ya estaba estacionado cuando el sicario oprime el gatillo, una vez, otra vez y otra. Tres balas. El cristal trasero del carro queda destrozado. Las tres balas impactan la cabeza de Angélica. El sicario sube a su auto y se retira. Ni siquiera acelera o quema llanta. El mundo y el tiempo son suyos. Por la ventana arroja el pasamontañas que queda tirado en el lugar donde yo lo veo, unos minutos después. Para entonces la calle ya está atiborrada de curiosos, que se estremecen al escuchar el escalofriante alarido de horror de la madre. Es fácil permanecer frío ante la visión de un cadáver, pero es complicado mantener la profesional indiferencia cuando se escucha el llanto de la madre post-rada en torno al cuerpo de su hija acribillada. Los curiosos son casi todos gente de Hipódromo. Bien vestidos, con rostros de suficiencia económica y alimentación cuidada, mujeres en atuendo de gimnasio, caras habituales de la página de Sociales, que poco a poco se acostumbran a vivir en un escenario de nota roja. Hace tiempo que la sangre es común en la Colonia Hipódromo. Territorio nacrcoju-nior, escenario natural de ajustes de cuentas. A unos metros de ahí, las luces del galgódromo permanecen encendidas mientras galgos corren y los apostadores sacan los dólares de sus carteras y beben sus whiskys. Todos los curiosos fuman y aunque me duele la garganta y siento los inconfundibles síntomas de un resfriado, tengo ganas de fumar. Por alguna razón, mi cuerpo pide tabaco cuando me toca cubrir notas de asesinatos. Camino entre los curiosos y me detengo de vez en vez a escuchar lamentos y murmullos. Una frase aislada puede revelar una verdad. La noche está fresca. La camioneta del Semefo recoge el cuerpo. Minutos más tarde la grúa se lleva el Sentra. Unos manchones de sangre brotan por abajo de la blanca puerta del vehículo. La gente se retira poco a poco. En el lugar sólo queda el llanto sordo de los familiares. Es tiempo de regresar a escribir la nota que el cierre apura. Y en el camino de regreso al periódico sólo imagino que volver al casa de madrugada, cuando maneje entre la neblina de la carretera libre a Rosarito, pensaré en la imagen omnipresente de la Santísima Muerte, fiel copiloto, compañera eterna de mi hombro derecho y pediré su consejo, luego de resignarme humilde a sus designios. Y es que cada día me queda más claro que para ser asesinado en esta ciudad, sólo basta que alguien, quien sea, quiera matarte y se tome la molestia de hacerlo. Lo demás es mero trámite. Otra vez La Muerte anda suelta y con permiso, agarrando la parranda en las calles de Tijuana. ¿Me invitará un mezcalito?