Hoy amanecí y por primera vez en mucho tiempo, un lunes no inició con la contemplación del mito de Sísifo del diarismo. Y lo peor de todo, es que, como vil adicto que soy, lo extraño.Esta voluntad férrea de amanecer cada día con la sed de trepar una roca por una pendiente cuya cima es en todos los casos el sonar de las prensas a la media noche arrojando a la calle un compendio por demás siempre inexacto de la historia universal de un día.
Al amanecer, mientras echo una mirada furtiva al Oceano Pacífico y salgo a toda prisa a buscar que nueva historia deambula bajo el cielo bajacaliforniano mientras a un funcionario corrupto se le indigesta el desayuno redactando su ofendida carta aclaratoria y Juan Pueblo Tijuanense se entera que en esta ciudad roban un automóvil cada 35 minutos, la piedra que empujé a la cima la noche anterior ya está de nuevo en las faldas del cerro. Hay que treparla de nuevo.
Pero como les digo, debo sentirme agradecido con ustedes. Vaya, hoy en día no sobran las personas que lo pongan a uno a reflexionar las causas que lo llevan a ejercer esta profesión que a la vez es oficio, artesanía y vicio. Porque lo peor de todo es que esta cosa es adictiva y no es fácil rehabilitarse. Dicen que cuando se le ha agarrado gusto al vicio, ya no hay para donde hacerse y la única alternativa es darse cuenta de que se es periodista lo mismo en las profundidades de la modorra dominguera, que en un ritual deambular por la playa buscando gambetear esa sombra que llamán estres. Y si de vicios hablamos, ya mejor ni comento que la literatura es todavía más adictiva, aunque a la larga es parte de lo mismo.
Por otra parte, en Tijuana lo que verdaderamente sería imposible es no toparse con una historia digna de ser narrada en cada vuelta de esquina. Nada más para que los foráneos se imaginen el entorno donde me toca salir a pesacar historias, vale la pena que les diga que nuestra casa, (antigua casa en este caso) desde donde escribo esto, está a unos 80 metros de las belicosas olas del Pacífico y a unos 500 de esa barda de lámina oxidada que algún día de 1991 sirvió de pista de aterrizaje en el desierto iraquí y que hoy en día finge ser útil para marcarle el alto a los miles de migrantes que desde aquí contemplan las luces de los edificios de la bahía de San Diego, ubicados a años luz de sus sueños.
Desde mi ventana puedo ver el helicóptero de la Patrulla Frontriza librando encarnizada batalla con una noche de neblina cerrada que es cobija de varias decenas peregrinos. Para no ir más lejos, en el tiempo que he destinado a tratar de explicar esta pinche adicción redactando esta confesión pública, puedo calcular, a ojo de buen cubero, que unos 67 migrantes burlaron las luces de la Patrulla, pero al mismo tiempo, 93 zacatecanos acaban de llegar a la Central Camionera de Tijuana y dentro de unos cuatro días se olvidarán de la luz del día trabajando en el galerón de una maquiladora coreana partiéndose el alma por un sueldo de hambre y tal vez unas campesinas tlaxcaletecas descubran lo difícil que debe ser pasar horas de píe sobre unos tacones rojos en una esquina de la Calle Coahuila esperando que el deseo le haga cosquillas a algún parroquiano en cuyo bolso sobrevivan aún restos de la raya semanal.
Esto solo por hablar de las historias de todos los días y de la obsesión por buscarles a nuestros lectores un antídoto que los haga capaces de liberarlas de las fauces de lo ordinario.
Si Hegel y Borges ya nos dijeron que la suerte de un hombre es capaz de resumir la suerte de todos los hombres, no creo que sea demasaido pretencioso decir que acá en Tijuana, un relato callejero suele ser un compendio de la historia contemporánea de Latinoamérica.
Ya si nos ponemos a hablar de buques de carga desembarcando casi un millar de campesinos chinos en las costas de Ensenada o bailarinas eslovacas que acaban sus noches haciendo esfuerzos infructuosos por levantar la libido de un gordo comandante de la Policía Ministerial, sin duda que nos agotamos las palabrejas. Así que mejor vamos al grano y tratemos de ver como se vive la vida en Tijuana lejos, muy lejos, del periodismo. Al menos por unos días...
Al amanecer, mientras echo una mirada furtiva al Oceano Pacífico y salgo a toda prisa a buscar que nueva historia deambula bajo el cielo bajacaliforniano mientras a un funcionario corrupto se le indigesta el desayuno redactando su ofendida carta aclaratoria y Juan Pueblo Tijuanense se entera que en esta ciudad roban un automóvil cada 35 minutos, la piedra que empujé a la cima la noche anterior ya está de nuevo en las faldas del cerro. Hay que treparla de nuevo.
Pero como les digo, debo sentirme agradecido con ustedes. Vaya, hoy en día no sobran las personas que lo pongan a uno a reflexionar las causas que lo llevan a ejercer esta profesión que a la vez es oficio, artesanía y vicio. Porque lo peor de todo es que esta cosa es adictiva y no es fácil rehabilitarse. Dicen que cuando se le ha agarrado gusto al vicio, ya no hay para donde hacerse y la única alternativa es darse cuenta de que se es periodista lo mismo en las profundidades de la modorra dominguera, que en un ritual deambular por la playa buscando gambetear esa sombra que llamán estres. Y si de vicios hablamos, ya mejor ni comento que la literatura es todavía más adictiva, aunque a la larga es parte de lo mismo.
Por otra parte, en Tijuana lo que verdaderamente sería imposible es no toparse con una historia digna de ser narrada en cada vuelta de esquina. Nada más para que los foráneos se imaginen el entorno donde me toca salir a pesacar historias, vale la pena que les diga que nuestra casa, (antigua casa en este caso) desde donde escribo esto, está a unos 80 metros de las belicosas olas del Pacífico y a unos 500 de esa barda de lámina oxidada que algún día de 1991 sirvió de pista de aterrizaje en el desierto iraquí y que hoy en día finge ser útil para marcarle el alto a los miles de migrantes que desde aquí contemplan las luces de los edificios de la bahía de San Diego, ubicados a años luz de sus sueños.
Desde mi ventana puedo ver el helicóptero de la Patrulla Frontriza librando encarnizada batalla con una noche de neblina cerrada que es cobija de varias decenas peregrinos. Para no ir más lejos, en el tiempo que he destinado a tratar de explicar esta pinche adicción redactando esta confesión pública, puedo calcular, a ojo de buen cubero, que unos 67 migrantes burlaron las luces de la Patrulla, pero al mismo tiempo, 93 zacatecanos acaban de llegar a la Central Camionera de Tijuana y dentro de unos cuatro días se olvidarán de la luz del día trabajando en el galerón de una maquiladora coreana partiéndose el alma por un sueldo de hambre y tal vez unas campesinas tlaxcaletecas descubran lo difícil que debe ser pasar horas de píe sobre unos tacones rojos en una esquina de la Calle Coahuila esperando que el deseo le haga cosquillas a algún parroquiano en cuyo bolso sobrevivan aún restos de la raya semanal.
Esto solo por hablar de las historias de todos los días y de la obsesión por buscarles a nuestros lectores un antídoto que los haga capaces de liberarlas de las fauces de lo ordinario.
Si Hegel y Borges ya nos dijeron que la suerte de un hombre es capaz de resumir la suerte de todos los hombres, no creo que sea demasaido pretencioso decir que acá en Tijuana, un relato callejero suele ser un compendio de la historia contemporánea de Latinoamérica.
Ya si nos ponemos a hablar de buques de carga desembarcando casi un millar de campesinos chinos en las costas de Ensenada o bailarinas eslovacas que acaban sus noches haciendo esfuerzos infructuosos por levantar la libido de un gordo comandante de la Policía Ministerial, sin duda que nos agotamos las palabrejas. Así que mejor vamos al grano y tratemos de ver como se vive la vida en Tijuana lejos, muy lejos, del periodismo. Al menos por unos días...