Ahí va una pequeña historia...
La carretera está ahí otra vez pero ya no es como anoche, cuando sentía deslizarse hacia el abismo sobre una lengua de serpiente.
Esta mañana la carretera es un amontonamiento de minutos muertos atiborrados de sudor y migraña. Ni siquiera sentir hundirse el acelerador de la Navigator le devuelve una dósis de placer. Su dolor de cabeza y esa sensación mierda de tener un millón de hormigas caminando debajo de la piel lo arrancan de toda posibilidad hedonista aunque por lo menos, piensa, áun no lo empiezan a torturar los demonios de la culpabilidad.
En realidad, Ariel Zazueta considera que no hay acto suyo consciente que sea capaz de generarle algún remordimiento. No importa cuan cruel o baja haya sido su acción. Si actuó en sus cinco sentidos, eso que llaman culpa o cualquier pensamiento que se le parezca, puede darse por descartado.
Pero nada odia más que albergar dudas sobre lo hablado o lo hecho la noche anterior. Eso es una tortura y últimamente se tortura cada vez más. Tiene pavor de imaginar las palabras no calculadas y de pronto, es como si su lengua se volviera insurrecta y actuara con sus propias reglas. Después de las palabras venían los actos y después, a veces mucho después, llegaban las consecuencias.
Pero hasta la culpabilidad parace estar amodorrada esta mañana. Es como si el taladro que siente en la cabeza fuera capaz de extirparle todo razonamiento. Ni siquiera tiene ganas de escuchar música y solo acierta a clavar la mirada en el Oceano Pacífico.
Aunque sabe de su poder de sugestión, no deja de atribuir a un castigo divino esa manía de despertar tan temprano de sus parrandas más inconscientes. Parece que se tratara de un principio matemático; a mayor cantidad de alcohol, cocaína e inconsciencia en la cabeza de Ariel Zazueta, menos horas de sueño tendrá derecho a gozar. Ahora delante de él están los 87 kilómetros que aún lo separan de Tijuana y un domingo insufrible en el que por más esfuerzos que haga, no le será dado conciliar el sueño.
Con la mirada puesta en la inmensidad del Pacífico y observando tan solo de reojo el trazado de la Carretera Escénica que conoce de memoria y en donde esta mañana parece ser el único automovilista, Ariel vuleve a transformarse en el director de Comunicación Social del Ayuntamiento de Tijuana. De repente, sus mortificaciones, planes e ideas obsesivas se vuelven a apoderar de él y entonces hasta la migraña y la taquicardia parecen neutralizarse. Sus conjeturas de Maquiavelo se reanudan justo en el punto en que anoche fueron interrumpidas.
Ariel es ante todo el vendedor de un producto. Su producto se llama Francisco Fernando Sevilla de la Fuente, al que el pueblo llama cariñosamente Paco y quien hoy en día y hasta el próximo 30 de noviembre, para el que faltan aún 74 días, es Alcalde de Tijuana.
Ariel sabe bien que él es el principal responsable de que Paco albergue todavía algún futuro político. La derrota en la precampaña por la gubernatura es un fracaso del que aún no se repone del todo, pero está convencido de que la guerra, al menos para él, no está perdida. Pero le duele admitir que desde el maldito domingo de la derrota en las preliminares ante el santurrón acartonado de Eleazar Madero Belmonte, ha perdido un poco el control sobre si mismo, lo que equivale a perder control del entorno. Desde el domingo maldito, ha sentido remordimientos por la pérdida de control de sus actos en al menos seis ocasiones. Ahora sus ganas de escape son incontrolables. Lo atacan como un síndrome de abstinencia y siente que debe enfocar toda la energía de su pensamiento en cualquier exceso que no sea la imágen política de Paco Sevilla. La sed de escape no es nueva, la diferencia es que ahora no puede controlarla.
De cualquier manera el ritual de sus días sigue siendo más o menos el mismo. Siempre sucede igual. El engranaje de su mente empieza a moverse, primero a marchas forzadas, lentamente y depués, como si fuera un carro al que le van cambiando las velociadades, alcanza el punto de máxima velocidad. En ese punto se puede pasar varias horas hasta que llega un momento en que la maquinaria está tan caliente que se quema y cuando esto sucede, después de 15 o 16 horas, solo tiene un deseo incontrolable de subir a la Navigator y correr a 120 millas.
Horas antes de ese punto tan crítico, cuando su mente se acerca al nivel más agardable de velocidad, Ariel sabe que ha llegado el momento de consumir el primer pase del día. Eso ocurre generalmente a la una de la tarde, cuando ya ha despachado los pendientes inmediatos del día. Le gusta aspirar el polvo mirando a la ventana y últimamente fija su vista en la Pirámide Monumental que se ha convertido por obra y gracia de grillos resentidos y periodistas de afanes quijotescos, en su más grande dolor de cabeza.
Con la coca debidamente colocada en su cerebro, suele Ariel empezar a hacer las llamadas fuertes del día, aquellas que requieren de cierto tacto para conducir la conversación hacia el resultado deseado que por lo demás siempre obtiene.
Nunca falla la llamada a los directores editoriales de los dos diarios aliados. A veces tan solo para comentar el punto y sondear el ambiente, medirle el agua a los frijoles de la grilla y hacerse a una idea de lo que verá en las portadas del día siguiente. Tampoco falta el telefonazo a alguno de los regidores incondicionales para indagar por donde pegarán el grito los opositores, que declaraciones han eructado y que nuevo resentimiento traen oculto entre las telarañas de sus mentes ponzoña.
Cuando de negociar se trata, siempre hay de por medio una invitación a comer. Esto sucede sólo cuando en el aire flota algún rumor que considera pueda perjudicar la imágen del Alcalde o bien cuando es él mismo el interesado en empezar a promover el rumor o sembrar cizaña. En esos casos Ariel jamás inicia un estira y afloja si antes no puso en claro que es él quien lleva las reglas de la negociación. Para ello utiliza procedimeintos que ha ido afinando con el tiempo. Jamás pregunta a su interlocutor si tiene tiempo o si le apetece ir a comer. Simplemente lo cita dentro de media hora en un lugar que él fija de antemano. Para cuando el periodista o regidor arriba al lugar de la cita, ya lo aguarda un mesero que le indica cual es la mesa que el Director de Comunicación Social ha reservado. El invitado debe esperar entre 15 o 20 minutos antes de ver aparecer a Ariel que ritualmente se acerca a la mesa inmerso en una conversación através de su inseparable celular misma que suele demorarse entre tres y cinco minutos antes de que se digne a dirigir al menos una mirada a la persona que lo espera. Cuando por fin cuelga, suele saludar a su interlocutor con algún sarcasmo distraído. Para entonces el mesero ha llevado a la mesa una botella de Black Label. Ariel finge estar ausente y con sumo desinterés hacia la persona que ha citado y espera a escuchar las primeras sandeces del individuo en cuestión, generalmente relativas al clima o a alguna idiotez por el estilo, para arremeter de golpe con el meollo del asunto. Si se trata de parar un golpe inminente contra el Alcalde arremete directo con un sentido “hijos de su puta madre estos desagradecidos, me anadan grillando al Presidente”.
Si se trata de pedir que le echen flores, ante todo trata de vender la idea; si vieras el proyecto tan cabrón que va arrancar el Presidente, me pidieron que no lo suelte todavía pero yo ahí te lo paso al costo, en exclusiva mi buen, tu sabes el trato que le das, y eso era suficiente para ver el asunto desplegado a ocho columnas si se trataba del director de un diario o el cabildeo efectivo y el voto a favor si era un edil el invitado.
Cuando el asunto es inyectar algo de veneno contra algún ente estorboso para los planes del Alcalde, Ariel lo disfruta de sobremanera. Comienza generalmente ninguneando al cizañado como si ni siquiera mereciera el ser llamado con demasiada familiaridad.
¿Te acuerdas de Marco Antonio?, pregunta en forma desinteresada.
Sí, ese, el Sindico Procurador, ¿a poco no es un pendejo? El pinche negro amargado, ahí lo tienes haciendo su luchita para agarrar un hueso, y suelta entonces el chisme que invariablemente aparece publicado en la columna sin firma del periódico.
En ese momento de la conversación, Ariel suele levantarse de la mesa para dirigirse al baño y una vez ahí aspirar el segundo pase del día. La coca le cae al centavo a esas alturas. Cada palabra dicha, cada gesto, cada silencio está en su sitio. Pasa su brazo por la húmeda nariz como si quisiera aspirar también una dósis del olor de su piel y después se mira detenidamente en el espejo. Ahí está el rostro aguileño y la mirada de lobo, inquisitiva, dominante. Siempre, o casi siempre está satisfecho consigo mismo. Se gusta y mucho. El día de mañana es suyo. Sabe que el sentido de la información que aparecerá en los diarios aliados es el que ha dictado. Su interlocutor, quien quiera que sea, está en sus manos y con la coca empezándo a danzar en su cerebro, Ariel se da el lujo de divertirse un poco arrojando a la mesa algún trapillo puerco de su invitado.Eso, lo sabe bien, le beneficia de sobre manera para sus planes y nunca pierde la oportunidad, sin importar quien esté sentado delante de él, de mostrar lo mucho que sabe de su vida privada. Información es poder, eso sí que lo tiene demasiado claro. Es una regla de oro, inviolable. Todo su poder se basa en eso; información, mucha información, de quien sea y de lo que sea, lista para usarse, dosificarse u ocultarse. De todo el entorno que podía de alguna manera influir en la suerte de su Alcalde, conocía Ariel el trapo más sucio, el mórbido secreto que toda vida, hasta la más simple, virtuosa o soberbia, arrastra. Nunca era mal momento para demostrar a los demás lo que sabía y enseñar su información como quien muestra a su oponente que oculta un arma de fuego que puede disparar en cualquier momento. La coca le venía muy bien para empezar con esos procesos de chantaje bromista.
¿Entonces que Enrique?, ¿Muy buena la nalguita que te sacaste del Bolero la otra vez? La verdad no es por ofenderte, pero una vez la ví de día y se carga una celulitis del puto asco, pero en fín, en tiempos de guerra...” e invariablemente nota en el director editorial de El Patriota un sudor delator impregnandose en el cuello de la camisa.
“A que pinche Abel ¿Nomás 10 mil bolas te fuiste a mamar Las Vegas? No tienes madre cabrón, ya ni yo, mínimo comprales zapatos a tus reporteros condenado, la verdad que en Palacio ya los confunden con pordioseros” y el director adjunto de El Alba de Tijuana sonríe nerviosamente. Para entonces el mesero trae la cuenta obedeciendo a una seña de Ariel que se limita a firmar. El interlocutor todavía hace el intento de fingir que piensa pagar su parte, pero Ariel ni siquiera lo voltea a ver, pues para entonces suele estar marcando su celular y apenas se despide con un gesto impersonal.
Pero también sus invitados han logrado aprender algo de Ariel; saben que cuando los deja en el restaurante no deben marcharse inmediatamente. Generalmente, si las cosas fueron bien, el mesero se acerca al invitado y le extiende un sobre que lo mismo puede contener de 100 a mil dólares dependiendo la delicadeza del asunto, o bien un boleto para la próxima pelea del Terrible Morales en Las Vegas o una reservación en un hotel de Los Cabos. Para cuando el invitado está abriendo el sobre, Ariel pisa el acelerador de la Navigator con dirección a la oficina sabiendo que cada palabra y cada silencio estuvieron en su sitio exacto.
Pero últimamente es a esas alturas de la tarde al regresar a la oficina cuando empieza a perder control sobre si mismo. Para empezar, siente ganas de más cocaína cuando no ha pasado ni media hora de la aspiración de la segunda raya del día. El tercer pase, que entra en su nariz cuando la mirada está colocada nuevamente sobre la estructura triangular de la incompleta Pirámide Monumental, empieza a romper cadenas. Ni siquiera es entonces obsesivo con la manera de servir el Blak Label que guarda en el refrigerador de su privado. Incluso se dio el caso, otrora impensable, de que ante la urgencia bebiera el whysky al tiempo en una tarde en que su secretaria había olvidado colocar hielos. En las más recientes semanas, ha concluído la mayoría de sus días jugando arrancones sobre el Bulevar Padre Kino. Cuando hace la primera apuesta de la noche y se dispone a pisar a fondo el acelerador del Thunderbird modelo clásico que acondicionó especialmente para los arrancones, Ariel ha consumido entre cinco o seis rayas de coca, pero aún así, jamás ha dejado de lado la precaución de llamar al Comandante de la Municipal para pedirle que cierre el Bulevar a la circulación normal. Todavía no se da el caso que pierda el control de su auto, aunque empieza a odiar esos arrebatos de lujuria obsesiva que lo han llevado incluso a terminar la jornada masturbándose cuando maneja de regreso a casa.
Uno de esos arrebatos calientes fue el que lo atacó anoche, cuando con tal de llevarse a la morenita de la pañoleta empezó a vomitar incoherencias.
En realidad, medita Ariel, el problema empezó desde el medio día. Supone que debe haber sido ese pinche pase tan duro que se atacó al servirse el segundo Black Label. Es cierto que la culebra blanca sobre el espejo estaba excepcionalmente gorda para la hora, pero lo cierto es que el pase lo enloqueció como nunca. Era una coca ruda, áspera y picante que calaba duro en las fosas nasales. Miró a la ventana y trató de concentrar su vista en la maldita Pirámide Monumental, pero no conseguía estarse quieto y sus pensamientos eran como una bestia rejega, desbocada, incapaz de entender órdenes. Lo único que le quedó claro en ese momento, es que no le sería dado negociar con nadie por la tarde. También se le hizo insufrible la idea de acompañar al Alcalde a dar el Grito de Independencia. Que se jodiera Paco, carajo, por una noche al menos tenía que poder prescindir de él. Había grillado lo suficiente durante la semana como para poderle asegurar que le tenía el camino allanado. Había asegurado que tanto El Patriota como El Alba llevarían en portada una foto del Alcalde agitando la bandera a lado de su esposa y resaltarían como titular alguna frase rimbombante y patriotera del discurso que él mismo se había encargado de corregir.
La instrucción para los dos directores editoriales había sido de lo más clara: Resaltar fotos del Alcalde abrazando a la señora Zuelma y de ser posible incluir alguna frase de la primera dama. Había que tapar a como diera lugar los rumores sobre el inminente divorcio del Paco que se habían convertido en el tema de sobremesa de todos los grillos.
Debían aparecer en las fotos como una pareja sólida y aunque fuera mucho pedir, enamorada.
Lo peor de todo es que Paco no lo disimulaba y hasta se había dejado retratar con una nalguita de lo más corriente en el cumpleaños de Valladolid. ¿Que no pensaba el imbecil la forma en que podían chantajearlo con esa foto? Esos carcamanes de mierda, con sus cámaras del Siglo XIX se las arreglaban para seguir al Alcalde hasta la tasa del baño y él no se daba cuenta que pese a su bandera de inocentes pordioseros, podían ser muy perjudiciales con sus flashasos indiscretos. Hasta la saciedad le había aconsejado a Paco que moderara sus indiscreciones relativas a sus segundos y terceros frentes, pues en el interior del partido, una inestabilidad matrimonial que trascendiera el mero ámbito privado, podía pasar una factura política muy alta. Paco le hacía caso a medias, pero la putita de Zulema, carajo, nomás no aprendió jamás a ser primera dama. En fin. Que se las arreglaran como pudieran, pensó Ariel. Por una vez, al menos por unas horas, quería echar fuera de su mente todo lo relativo a la imágen pública de Paco.
Miró una vez más hacia la Pirámide. Que pinche está, la pobre”, pensó Ariel, que se enorgullece de su capacidad para hacer defender lo indefendible. Paco, su precampaña estupida, su adefesio de Pirámide, sus zorras de mal gusto, todo era cada vez más indefendible y ahí estaba él, Ariel Zazueta, manteníendole sus niveles de popularidad en las encuestas, asegurándose que no pasará una semana sin que los periódicos aliados dieran por lo menos dos primeras planas destacando los inexistentes logros de su administración.
Sí, eso es. Paco se está arrojando solo al matadero, piensa Ariel. De nada le serviría tener el mejor vendedor de imagen del mundo, si está empeñado en sepultarse políticamente.
Yo lo salvaré hasta donde humana o inhumanamente sea posible, se dijo. Pero si el insiste en no salvarse, yo tengo con que asegurar mi salvación.
Una vez más, Ariel no está equivocado. Hasta el santurrón de Madero Belmonte, quien será Gobernador de Baja California dentro de 44 días, le insinuó hace una semana que en su administración podía haber un lugarcito disponible. Hasta un costal de virtudes cristianas como ese mojigato tradicionalista necesita su Maquiavelo que le haga el trabajo sucio, se dijo Ariel cuando ya enfilaba la Navigator hacia la primera caseta de cobro de la Carretera Escénica.
Ahora piensa que fue en ese momento, cuando empezóa perder el control, porque estaba pensando en lo fácil que sería hacer crecer aún más a la imagen de Madero Belmonte, mientras iba dando tragos a pico de botella de Black Label, con la Navigator a 150 kilómetros por hora.
Al ver esta mañana el Pacífico nebuloso, cae en la cuenta de que anoche el trayecto en la escénica se le fue en blanco, como si estuviera inmerso en un coma de whisky, coca y música electrónica donde la velocidad y las curvas eran apenas una caricia.
Solo cuando cayó en la cuenta de que ya estaba en Ensenada, pasadas las nueve de la noche, se le ocurrió la idea de ir a las cavas. Conocía bien al hijo de Luciano Galletti, el gran señor de los vinos bajacalifornianos y la veladas en torno a las barricas le traían buenos recuerdos. Nada como saborear las reservas de cosechas especiales mientras aspiraba un puro. Para su fortuna, la ansiedad frenética que lo había sacudido anoche no había sido lo suficientemente fulminante como para hacerlo olvidar la caja de Cohiba que guardaba en el cajón de su escritorio, comprada en La Habana durante su último viaje, hace tres semanas.
Su amigo Casio Galletti no estaba en las cavas, pero los empleados no olvidaban fácilmente sus propinas de 50 o 100 dólares, por lo que se desvivían por atenderlo a cuerpo de rey. Las botellas de Duetto o Nebbiolo, reservadas para las grandes celebraciones, eran descorchadas apenas veían aparecer a Ariel.
¿Cuando carajos fue que le empezó a alborotar la hormona la pinche morenita? ¿En que momento se transformó en el centro de todas sus obsesiones?
Ariel se lo pregunta justo en el instante en que empieza a sorber el café comprado en la tienda de comida rápida que está a la entrada de Rosarito. El café parece empezar a poner las cosas en su sitio, pero no logra reconstruir con precisión los detalles en torno a la aventura con la de la pañoleta. Vaya, ni siquiera puede reconstruir la imagen de su rostro pero siente traer encima de él esos ojos verdes color agua puerca que brillaban en la oscuridad del cuartucho. También recuerda el trapo rojo que llevaba en la cabeza y la falda larga, pero no ubica en que momento se le trepó tan endemoniadamente a ese infierno donde habitan los demonios más oscuros de su deseo.
La carretera está ahí otra vez pero ya no es como anoche, cuando sentía deslizarse hacia el abismo sobre una lengua de serpiente.
Esta mañana la carretera es un amontonamiento de minutos muertos atiborrados de sudor y migraña. Ni siquiera sentir hundirse el acelerador de la Navigator le devuelve una dósis de placer. Su dolor de cabeza y esa sensación mierda de tener un millón de hormigas caminando debajo de la piel lo arrancan de toda posibilidad hedonista aunque por lo menos, piensa, áun no lo empiezan a torturar los demonios de la culpabilidad.
En realidad, Ariel Zazueta considera que no hay acto suyo consciente que sea capaz de generarle algún remordimiento. No importa cuan cruel o baja haya sido su acción. Si actuó en sus cinco sentidos, eso que llaman culpa o cualquier pensamiento que se le parezca, puede darse por descartado.
Pero nada odia más que albergar dudas sobre lo hablado o lo hecho la noche anterior. Eso es una tortura y últimamente se tortura cada vez más. Tiene pavor de imaginar las palabras no calculadas y de pronto, es como si su lengua se volviera insurrecta y actuara con sus propias reglas. Después de las palabras venían los actos y después, a veces mucho después, llegaban las consecuencias.
Pero hasta la culpabilidad parace estar amodorrada esta mañana. Es como si el taladro que siente en la cabeza fuera capaz de extirparle todo razonamiento. Ni siquiera tiene ganas de escuchar música y solo acierta a clavar la mirada en el Oceano Pacífico.
Aunque sabe de su poder de sugestión, no deja de atribuir a un castigo divino esa manía de despertar tan temprano de sus parrandas más inconscientes. Parece que se tratara de un principio matemático; a mayor cantidad de alcohol, cocaína e inconsciencia en la cabeza de Ariel Zazueta, menos horas de sueño tendrá derecho a gozar. Ahora delante de él están los 87 kilómetros que aún lo separan de Tijuana y un domingo insufrible en el que por más esfuerzos que haga, no le será dado conciliar el sueño.
Con la mirada puesta en la inmensidad del Pacífico y observando tan solo de reojo el trazado de la Carretera Escénica que conoce de memoria y en donde esta mañana parece ser el único automovilista, Ariel vuleve a transformarse en el director de Comunicación Social del Ayuntamiento de Tijuana. De repente, sus mortificaciones, planes e ideas obsesivas se vuelven a apoderar de él y entonces hasta la migraña y la taquicardia parecen neutralizarse. Sus conjeturas de Maquiavelo se reanudan justo en el punto en que anoche fueron interrumpidas.
Ariel es ante todo el vendedor de un producto. Su producto se llama Francisco Fernando Sevilla de la Fuente, al que el pueblo llama cariñosamente Paco y quien hoy en día y hasta el próximo 30 de noviembre, para el que faltan aún 74 días, es Alcalde de Tijuana.
Ariel sabe bien que él es el principal responsable de que Paco albergue todavía algún futuro político. La derrota en la precampaña por la gubernatura es un fracaso del que aún no se repone del todo, pero está convencido de que la guerra, al menos para él, no está perdida. Pero le duele admitir que desde el maldito domingo de la derrota en las preliminares ante el santurrón acartonado de Eleazar Madero Belmonte, ha perdido un poco el control sobre si mismo, lo que equivale a perder control del entorno. Desde el domingo maldito, ha sentido remordimientos por la pérdida de control de sus actos en al menos seis ocasiones. Ahora sus ganas de escape son incontrolables. Lo atacan como un síndrome de abstinencia y siente que debe enfocar toda la energía de su pensamiento en cualquier exceso que no sea la imágen política de Paco Sevilla. La sed de escape no es nueva, la diferencia es que ahora no puede controlarla.
De cualquier manera el ritual de sus días sigue siendo más o menos el mismo. Siempre sucede igual. El engranaje de su mente empieza a moverse, primero a marchas forzadas, lentamente y depués, como si fuera un carro al que le van cambiando las velociadades, alcanza el punto de máxima velocidad. En ese punto se puede pasar varias horas hasta que llega un momento en que la maquinaria está tan caliente que se quema y cuando esto sucede, después de 15 o 16 horas, solo tiene un deseo incontrolable de subir a la Navigator y correr a 120 millas.
Horas antes de ese punto tan crítico, cuando su mente se acerca al nivel más agardable de velocidad, Ariel sabe que ha llegado el momento de consumir el primer pase del día. Eso ocurre generalmente a la una de la tarde, cuando ya ha despachado los pendientes inmediatos del día. Le gusta aspirar el polvo mirando a la ventana y últimamente fija su vista en la Pirámide Monumental que se ha convertido por obra y gracia de grillos resentidos y periodistas de afanes quijotescos, en su más grande dolor de cabeza.
Con la coca debidamente colocada en su cerebro, suele Ariel empezar a hacer las llamadas fuertes del día, aquellas que requieren de cierto tacto para conducir la conversación hacia el resultado deseado que por lo demás siempre obtiene.
Nunca falla la llamada a los directores editoriales de los dos diarios aliados. A veces tan solo para comentar el punto y sondear el ambiente, medirle el agua a los frijoles de la grilla y hacerse a una idea de lo que verá en las portadas del día siguiente. Tampoco falta el telefonazo a alguno de los regidores incondicionales para indagar por donde pegarán el grito los opositores, que declaraciones han eructado y que nuevo resentimiento traen oculto entre las telarañas de sus mentes ponzoña.
Cuando de negociar se trata, siempre hay de por medio una invitación a comer. Esto sucede sólo cuando en el aire flota algún rumor que considera pueda perjudicar la imágen del Alcalde o bien cuando es él mismo el interesado en empezar a promover el rumor o sembrar cizaña. En esos casos Ariel jamás inicia un estira y afloja si antes no puso en claro que es él quien lleva las reglas de la negociación. Para ello utiliza procedimeintos que ha ido afinando con el tiempo. Jamás pregunta a su interlocutor si tiene tiempo o si le apetece ir a comer. Simplemente lo cita dentro de media hora en un lugar que él fija de antemano. Para cuando el periodista o regidor arriba al lugar de la cita, ya lo aguarda un mesero que le indica cual es la mesa que el Director de Comunicación Social ha reservado. El invitado debe esperar entre 15 o 20 minutos antes de ver aparecer a Ariel que ritualmente se acerca a la mesa inmerso en una conversación através de su inseparable celular misma que suele demorarse entre tres y cinco minutos antes de que se digne a dirigir al menos una mirada a la persona que lo espera. Cuando por fin cuelga, suele saludar a su interlocutor con algún sarcasmo distraído. Para entonces el mesero ha llevado a la mesa una botella de Black Label. Ariel finge estar ausente y con sumo desinterés hacia la persona que ha citado y espera a escuchar las primeras sandeces del individuo en cuestión, generalmente relativas al clima o a alguna idiotez por el estilo, para arremeter de golpe con el meollo del asunto. Si se trata de parar un golpe inminente contra el Alcalde arremete directo con un sentido “hijos de su puta madre estos desagradecidos, me anadan grillando al Presidente”.
Si se trata de pedir que le echen flores, ante todo trata de vender la idea; si vieras el proyecto tan cabrón que va arrancar el Presidente, me pidieron que no lo suelte todavía pero yo ahí te lo paso al costo, en exclusiva mi buen, tu sabes el trato que le das, y eso era suficiente para ver el asunto desplegado a ocho columnas si se trataba del director de un diario o el cabildeo efectivo y el voto a favor si era un edil el invitado.
Cuando el asunto es inyectar algo de veneno contra algún ente estorboso para los planes del Alcalde, Ariel lo disfruta de sobremanera. Comienza generalmente ninguneando al cizañado como si ni siquiera mereciera el ser llamado con demasiada familiaridad.
¿Te acuerdas de Marco Antonio?, pregunta en forma desinteresada.
Sí, ese, el Sindico Procurador, ¿a poco no es un pendejo? El pinche negro amargado, ahí lo tienes haciendo su luchita para agarrar un hueso, y suelta entonces el chisme que invariablemente aparece publicado en la columna sin firma del periódico.
En ese momento de la conversación, Ariel suele levantarse de la mesa para dirigirse al baño y una vez ahí aspirar el segundo pase del día. La coca le cae al centavo a esas alturas. Cada palabra dicha, cada gesto, cada silencio está en su sitio. Pasa su brazo por la húmeda nariz como si quisiera aspirar también una dósis del olor de su piel y después se mira detenidamente en el espejo. Ahí está el rostro aguileño y la mirada de lobo, inquisitiva, dominante. Siempre, o casi siempre está satisfecho consigo mismo. Se gusta y mucho. El día de mañana es suyo. Sabe que el sentido de la información que aparecerá en los diarios aliados es el que ha dictado. Su interlocutor, quien quiera que sea, está en sus manos y con la coca empezándo a danzar en su cerebro, Ariel se da el lujo de divertirse un poco arrojando a la mesa algún trapillo puerco de su invitado.Eso, lo sabe bien, le beneficia de sobre manera para sus planes y nunca pierde la oportunidad, sin importar quien esté sentado delante de él, de mostrar lo mucho que sabe de su vida privada. Información es poder, eso sí que lo tiene demasiado claro. Es una regla de oro, inviolable. Todo su poder se basa en eso; información, mucha información, de quien sea y de lo que sea, lista para usarse, dosificarse u ocultarse. De todo el entorno que podía de alguna manera influir en la suerte de su Alcalde, conocía Ariel el trapo más sucio, el mórbido secreto que toda vida, hasta la más simple, virtuosa o soberbia, arrastra. Nunca era mal momento para demostrar a los demás lo que sabía y enseñar su información como quien muestra a su oponente que oculta un arma de fuego que puede disparar en cualquier momento. La coca le venía muy bien para empezar con esos procesos de chantaje bromista.
¿Entonces que Enrique?, ¿Muy buena la nalguita que te sacaste del Bolero la otra vez? La verdad no es por ofenderte, pero una vez la ví de día y se carga una celulitis del puto asco, pero en fín, en tiempos de guerra...” e invariablemente nota en el director editorial de El Patriota un sudor delator impregnandose en el cuello de la camisa.
“A que pinche Abel ¿Nomás 10 mil bolas te fuiste a mamar Las Vegas? No tienes madre cabrón, ya ni yo, mínimo comprales zapatos a tus reporteros condenado, la verdad que en Palacio ya los confunden con pordioseros” y el director adjunto de El Alba de Tijuana sonríe nerviosamente. Para entonces el mesero trae la cuenta obedeciendo a una seña de Ariel que se limita a firmar. El interlocutor todavía hace el intento de fingir que piensa pagar su parte, pero Ariel ni siquiera lo voltea a ver, pues para entonces suele estar marcando su celular y apenas se despide con un gesto impersonal.
Pero también sus invitados han logrado aprender algo de Ariel; saben que cuando los deja en el restaurante no deben marcharse inmediatamente. Generalmente, si las cosas fueron bien, el mesero se acerca al invitado y le extiende un sobre que lo mismo puede contener de 100 a mil dólares dependiendo la delicadeza del asunto, o bien un boleto para la próxima pelea del Terrible Morales en Las Vegas o una reservación en un hotel de Los Cabos. Para cuando el invitado está abriendo el sobre, Ariel pisa el acelerador de la Navigator con dirección a la oficina sabiendo que cada palabra y cada silencio estuvieron en su sitio exacto.
Pero últimamente es a esas alturas de la tarde al regresar a la oficina cuando empieza a perder control sobre si mismo. Para empezar, siente ganas de más cocaína cuando no ha pasado ni media hora de la aspiración de la segunda raya del día. El tercer pase, que entra en su nariz cuando la mirada está colocada nuevamente sobre la estructura triangular de la incompleta Pirámide Monumental, empieza a romper cadenas. Ni siquiera es entonces obsesivo con la manera de servir el Blak Label que guarda en el refrigerador de su privado. Incluso se dio el caso, otrora impensable, de que ante la urgencia bebiera el whysky al tiempo en una tarde en que su secretaria había olvidado colocar hielos. En las más recientes semanas, ha concluído la mayoría de sus días jugando arrancones sobre el Bulevar Padre Kino. Cuando hace la primera apuesta de la noche y se dispone a pisar a fondo el acelerador del Thunderbird modelo clásico que acondicionó especialmente para los arrancones, Ariel ha consumido entre cinco o seis rayas de coca, pero aún así, jamás ha dejado de lado la precaución de llamar al Comandante de la Municipal para pedirle que cierre el Bulevar a la circulación normal. Todavía no se da el caso que pierda el control de su auto, aunque empieza a odiar esos arrebatos de lujuria obsesiva que lo han llevado incluso a terminar la jornada masturbándose cuando maneja de regreso a casa.
Uno de esos arrebatos calientes fue el que lo atacó anoche, cuando con tal de llevarse a la morenita de la pañoleta empezó a vomitar incoherencias.
En realidad, medita Ariel, el problema empezó desde el medio día. Supone que debe haber sido ese pinche pase tan duro que se atacó al servirse el segundo Black Label. Es cierto que la culebra blanca sobre el espejo estaba excepcionalmente gorda para la hora, pero lo cierto es que el pase lo enloqueció como nunca. Era una coca ruda, áspera y picante que calaba duro en las fosas nasales. Miró a la ventana y trató de concentrar su vista en la maldita Pirámide Monumental, pero no conseguía estarse quieto y sus pensamientos eran como una bestia rejega, desbocada, incapaz de entender órdenes. Lo único que le quedó claro en ese momento, es que no le sería dado negociar con nadie por la tarde. También se le hizo insufrible la idea de acompañar al Alcalde a dar el Grito de Independencia. Que se jodiera Paco, carajo, por una noche al menos tenía que poder prescindir de él. Había grillado lo suficiente durante la semana como para poderle asegurar que le tenía el camino allanado. Había asegurado que tanto El Patriota como El Alba llevarían en portada una foto del Alcalde agitando la bandera a lado de su esposa y resaltarían como titular alguna frase rimbombante y patriotera del discurso que él mismo se había encargado de corregir.
La instrucción para los dos directores editoriales había sido de lo más clara: Resaltar fotos del Alcalde abrazando a la señora Zuelma y de ser posible incluir alguna frase de la primera dama. Había que tapar a como diera lugar los rumores sobre el inminente divorcio del Paco que se habían convertido en el tema de sobremesa de todos los grillos.
Debían aparecer en las fotos como una pareja sólida y aunque fuera mucho pedir, enamorada.
Lo peor de todo es que Paco no lo disimulaba y hasta se había dejado retratar con una nalguita de lo más corriente en el cumpleaños de Valladolid. ¿Que no pensaba el imbecil la forma en que podían chantajearlo con esa foto? Esos carcamanes de mierda, con sus cámaras del Siglo XIX se las arreglaban para seguir al Alcalde hasta la tasa del baño y él no se daba cuenta que pese a su bandera de inocentes pordioseros, podían ser muy perjudiciales con sus flashasos indiscretos. Hasta la saciedad le había aconsejado a Paco que moderara sus indiscreciones relativas a sus segundos y terceros frentes, pues en el interior del partido, una inestabilidad matrimonial que trascendiera el mero ámbito privado, podía pasar una factura política muy alta. Paco le hacía caso a medias, pero la putita de Zulema, carajo, nomás no aprendió jamás a ser primera dama. En fin. Que se las arreglaran como pudieran, pensó Ariel. Por una vez, al menos por unas horas, quería echar fuera de su mente todo lo relativo a la imágen pública de Paco.
Miró una vez más hacia la Pirámide. Que pinche está, la pobre”, pensó Ariel, que se enorgullece de su capacidad para hacer defender lo indefendible. Paco, su precampaña estupida, su adefesio de Pirámide, sus zorras de mal gusto, todo era cada vez más indefendible y ahí estaba él, Ariel Zazueta, manteníendole sus niveles de popularidad en las encuestas, asegurándose que no pasará una semana sin que los periódicos aliados dieran por lo menos dos primeras planas destacando los inexistentes logros de su administración.
Sí, eso es. Paco se está arrojando solo al matadero, piensa Ariel. De nada le serviría tener el mejor vendedor de imagen del mundo, si está empeñado en sepultarse políticamente.
Yo lo salvaré hasta donde humana o inhumanamente sea posible, se dijo. Pero si el insiste en no salvarse, yo tengo con que asegurar mi salvación.
Una vez más, Ariel no está equivocado. Hasta el santurrón de Madero Belmonte, quien será Gobernador de Baja California dentro de 44 días, le insinuó hace una semana que en su administración podía haber un lugarcito disponible. Hasta un costal de virtudes cristianas como ese mojigato tradicionalista necesita su Maquiavelo que le haga el trabajo sucio, se dijo Ariel cuando ya enfilaba la Navigator hacia la primera caseta de cobro de la Carretera Escénica.
Ahora piensa que fue en ese momento, cuando empezóa perder el control, porque estaba pensando en lo fácil que sería hacer crecer aún más a la imagen de Madero Belmonte, mientras iba dando tragos a pico de botella de Black Label, con la Navigator a 150 kilómetros por hora.
Al ver esta mañana el Pacífico nebuloso, cae en la cuenta de que anoche el trayecto en la escénica se le fue en blanco, como si estuviera inmerso en un coma de whisky, coca y música electrónica donde la velocidad y las curvas eran apenas una caricia.
Solo cuando cayó en la cuenta de que ya estaba en Ensenada, pasadas las nueve de la noche, se le ocurrió la idea de ir a las cavas. Conocía bien al hijo de Luciano Galletti, el gran señor de los vinos bajacalifornianos y la veladas en torno a las barricas le traían buenos recuerdos. Nada como saborear las reservas de cosechas especiales mientras aspiraba un puro. Para su fortuna, la ansiedad frenética que lo había sacudido anoche no había sido lo suficientemente fulminante como para hacerlo olvidar la caja de Cohiba que guardaba en el cajón de su escritorio, comprada en La Habana durante su último viaje, hace tres semanas.
Su amigo Casio Galletti no estaba en las cavas, pero los empleados no olvidaban fácilmente sus propinas de 50 o 100 dólares, por lo que se desvivían por atenderlo a cuerpo de rey. Las botellas de Duetto o Nebbiolo, reservadas para las grandes celebraciones, eran descorchadas apenas veían aparecer a Ariel.
¿Cuando carajos fue que le empezó a alborotar la hormona la pinche morenita? ¿En que momento se transformó en el centro de todas sus obsesiones?
Ariel se lo pregunta justo en el instante en que empieza a sorber el café comprado en la tienda de comida rápida que está a la entrada de Rosarito. El café parece empezar a poner las cosas en su sitio, pero no logra reconstruir con precisión los detalles en torno a la aventura con la de la pañoleta. Vaya, ni siquiera puede reconstruir la imagen de su rostro pero siente traer encima de él esos ojos verdes color agua puerca que brillaban en la oscuridad del cuartucho. También recuerda el trapo rojo que llevaba en la cabeza y la falda larga, pero no ubica en que momento se le trepó tan endemoniadamente a ese infierno donde habitan los demonios más oscuros de su deseo.