Eterno Retorno

Thursday, November 06, 2003

Cuando son las 23:00 horas, estás de guardia y te entretienes mirando fotografías de Asia Argento, es imposible evitar escribir cosas como esta. Ustedes disculpen.

La desnudez de Asia

Era la de Asia una desnudez agresiva, como si al carecer de prendas que lo cubrieran, su cuerpo se transformara en un flagelo. No había nada que recordara lo desvalido en esa piel sin ropa. Desnuda, Asia parecía aún más imponente de lo que ya de por sí lucía cuando jugaba a la extravagancia, como lo hizo aquella primera vez en el baile de máscaras.
Aprendí a no dejarme hipnotizar por la desnudez de Asia o por lo menos a hacer innombrables esfuerzos para aparentar que no estaba hipnotizado. Supongo que no lo lograba, aunque con el tiempo logré evitar que mis ojos se perdieran en su piel y con la mirada diluída en algún punto lejano, me arrojaba sobre ella, como quién se arroja a un abismo consciente de que nunca volverá a ver la luz.
Quizá fue por ello que jamás pude mirar fijamente sus tatuajes y hoy mismo no sabría recrear en mi imaginación aquella figura que nacía en su monte de Venus y extendía algo parecido a unas alas a la altura del ombligo. Bueno, sé que era un ángel negro, o acaso un demonio, pero no por lo que me dicen mis recuerdos sino por los testimonios fanfarrones de los muchos hombres que luego de un trago de pendenciero licor aseguraban haber sido sus amantes. Fueron algunos de esos mismos hom-bres con los que compartí vinos malos en noches de ebriedad barata los que me hablaron de aquellas dos serpientes y algo así como un sol ennegrecido en el cóxis de Asia. Dos cabezas de víboras que emergían siniestras y cuyos cuerpos yacían ocultos en el desnivel donde nace la hendidura que divide sus nalgas, las que yo siempre vi de reojo, con un dejo de culpa, entre las sombras de habitaciones siempre a media luz. Nalgas que pese a su redondez aparentaban una engañosa superficie plana bajo la inseparable mezclilla negra. Nunca quise creer las versiones de quines afirman haber gozado oyéndola aullar de dolor mientras se hundían en su culo. Tampoco de quienes se jactan de haberla golpeado. Yo en cambio, jamás dejé prófuga una sola palabra, ni siquiera en medio de la más nostálgica ebriedad. Por ello nunca he descrito en voz alta lo rasposos que eran sus labios y el filo de navaja que a veces sentía en su lengua. Y aunque con Asia nunca hubo tiempo ni lugar para el cariño y la ensoñación, pude saber otras cosas de ese cuerpo, que jamás pude contemplar detenidamente. Y es que aunque Asia se desnudaba siempre con prisas, mirándote con ojos más imperativos conforme iban cayendo las prendas, pude saber que no era una leyenda lo relativo la perpetua humedad de su sexo. Y aunque los besos en la boca le resultaban cosa de imbéciles tórtolos, siempre acababa por sentir su lengua después del primer gemido. Eran besos rudos, mordelones y por desgracia breves, pues apenas iba sintiendo lo rasposo de sus labios escuchaba el inconfundible gemido ahogado al que sobrevenía el desvane-cimiento que indicaba inevitablemente que todo había terminado. Entonces las imágenes se sucedían velozmente, pues transcurrían apenas segundos antes de que Asia buscara desperada sus cigarros dentro del bolso de cuero y también de reojo la mi-raba encender su tabaco sin filtro y deslizar el papel arroz por los contornos de sus labios rasposos. Para entonces Asia te regalaba una mirada que confundía la absoluta indiferencia con un repentino desprecio. Y es que la más importante de las lecciones, que aprendí en aquellas habitaciones de luz mortecina, es que una vez que Asia encendía su cigarro, era señal inequívoca de que debía largarme a la chingada