Los fantasmas de Echeverría
¿Cómo amaneció Luis Echeverría este 2 de octubre en su casa de San Jerónimo? ¿Cuáles son las fantasmas que le hablan al oído en sus seniles despertares de madrugada? ¿Recordará hoy lo que platicó con su jefe Díaz Ordaz durante su encerrona en el despacho presidencial, dos horas antes de la matanza de Tlatelolco? ¿Habrá guardado o destruido las imágenes que su fotógrafo tomó desde el edificio Chihuahua solo para sus ojos? Por puro sentido común, asumo que Echeverría fallecerá en los próximos seis años. Morirá, obvia decir, sin haber pagado nunca por su crimen. También podrá despedirse con la tranquilidad de dejar un México gobernado por alguien que lo emula y lo admira. Echeverría se irá del mundo pensando que tuvo la razón: 30 millones de mexicanos optaron por volver a su modelo socioeconómico. Hay razones de sobra para sentir que dejó una herencia. También Echeverría creía en la nobleza del “pueblo bueno” y también se sintió ungido por una suerte de misión histórica, el abanderado de los pobres, el multiplicador del “grito justiciero de la gente”. También Echeverría recorrió el México profundo, desparramando promesas a lo largo de 56 mil kilómetros andados en campaña sin cansarse nunca de hablar y hablar. Decía amar a los campesinos y a los obreros, de la misma forma que desconfiaba de los empresarios, los riquillos, los señoritingos. También Echeverría tuvo una esposa que glorificaba el folklor autóctono. También Echeverría creía en la omnipotencia de la gran teta pública, el gobierno como una gran bestia de mil ubres lista para alimentar a todos. Rodeado de símbolos y objetos que certificaban su adoración a Juárez, Echeverría se auto proclamó el paladín del tercer mundo. Amigo de Salvador Allende, evangelista de Lázaro Cárdenas, Echeverría se creía un progresista de izquierda, aunque inmoló a los estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas siendo secretario de Gobernación. Se dijo enemigo del capitalismo y del fascismo, pero no se tocó el corazón a la hora de emprender la guerra sucia y masacrar a Lucio Cabañas, a los muchachos de la 23 de Septiembre y ordenar el halconazo el jueves de Corpus, que de paso le sirvió para quitarse de encima a Alfonso Martínez Domínguez. Apapachó intelectuales que lo defendieron a muerte (Echeverría o el fascismo, peroró Carlos Fuentes) pero jamás toleró la crítica y no dudó en aplicar mano durísima contra la prensa disidente (pregúntenle a Scherer y a Excélsior). Yo nací en el sexenio de Echeverría y nací en el centro neurálgico de sus odios y sus horrores: Monterrey. Los empresarios regios lo detestaban y él los detestaba a ellos. Los jerarcas del Grupo Monterrey no se achicaron a la hora de correrlo del funeral de Eugenio Garza Sada y los conjurados de Chipinque estuvieron a nada de dar un golpe de estado. En mi infancia, la palabra Echeverría era sinónimo de catástrofe y estupidez. Al final, con una deuda de 26 billones de dólares, con las finanzas públicas quebradas y la primera gran devaluación de nuestra historia en marcha, Echeverría vio complots por todas partes. No logró situarse a la altura histórica de sus amados Juárez y Cárdenas, pero al menos morirá con la tranquilidad de que hay alguien que emula su estilo personal de gobernar.