Guerra franco-prusiana o trincheras del Verdún lisboeta
Los pandémicos estadios son las tumbas de
la gloria en desolación, la piedra silente que encarna la nueva Mátrix del fútbol
espectáculo. Acaso lo único que humaniza a estos desolados duelos son los
gritos de los jugadores rebotando en el cemento desnudo. ¿En qué idioma habla
el futbol globalizado? ¿Cuál es el esperanto que rige en el área chica en los
segundos anteriores a un tiro de esquina? Hay un tufo a ciencia ficción en el
futbol covideño, la sensación de que todo es pura vil realidad virtual. La más sui generis batalla por la Orejona en
siete décadas de historia se ha escenificado por primera vez en el séptimo día.
La Copa de las Orejas Grandes no es asunto de domingos y su escenario fue la embrujada
ciudad de Fernando Pessoa. Durante años, esta copa cubrió de magia al último
miércoles de mayo. En medio de zipizapes escolares o malquerencias de la
talacha periodística en en la zona ruda de la semana, siempre me las arreglaba
para fugarme del mundo a las dos de la tarde del veintitantos de mayo. Hace una
década la Orejona se mudó al Sabbath pero hoy, en el año del mundo patas
arriba, opta por el sopor dominical. Hay partidos cuya esencia es un candado,
un hermético criptograma. Así como existen obras literarias cuyo código poético
se desnuda con desparpajo desde el primer párrafo, el futbol moderno arroja con
frecuencia duelos millonarios que parecen escenificarse en las pizarras de los
directores técnicos. A Bayern Múnich y a París Saint Germain les sobraban ases
bajo la manga para torcer la historia, pero optaron por el combate de sombras, el
desfile de los dientes sin morder. Imaginamos la consagración de Lewandowki o Neymar,
pero al final la tumba parisina la cavó un francés (para que la cuña apriete). Kinglesy
Coman, el adolescente que debutó a los 16 años en el Parque de los Príncipes, se robó el sueño húmedo de los jeques qatarís
y le truncó la gloria a su ex equipo, aunque el líder moral de la final fue
Manuel Neuer. Sin atajadas espectaculares, el capitán se encargó de secar la
pólvora parisina e imponer autoridad. Solo en los primeros minutos el París creyó en
sí mismo e hizo pensar en un repentino cambio de guión, pero conforme el reloj
avanzaba, los bávaros fueron ganando posiciones hasta que su engranaje acabó
por copar todo el campo de batalla. Una vez tomado el control, era cuestión de
tiempo para asestar el latigazo fatal. Con uno bastó. Bismarck siempre fue
superior a Napoleón III. El engranaje de una máquina bien aceitada siempre
podrá más que el destello individual de un crack sobrevalorado por los
petrodólares. La cerveza bávara supo mejor que el vino francés y la razón pura
pudo más que la poesía simbolista.