Eterno Retorno

Sunday, August 23, 2020

Guerra franco-prusiana o trincheras del Verdún lisboeta

 Los pandémicos estadios son las tumbas de la gloria en desolación, la piedra silente que encarna la nueva Mátrix del fútbol espectáculo. Acaso lo único que humaniza a estos  duelos son los gritos de los jugadores rebotando en el cemento desnudo. ¿En qué idioma habla el futbol globalizado? ¿Cuál es el esperanto que rige en el área chica en los segundos anteriores a un tiro de esquina? Hay un tufo a ciencia ficción en el futbol covideño, la sensación de que todo es pura vil realidad virtual.  La más sui generis batalla por la Orejona en siete décadas de historia se ha escenificado por primera vez en el séptimo día. La Copa de las Orejas Grandes no es asunto de domingos y su escenario fue la embrujada ciudad de Fernando Pessoa. Durante años, esta copa cubrió de magia al último miércoles de mayo. En medio de zipizapes escolares o malquerencias de la talacha periodística en en la zona ruda de la semana, siempre me las arreglaba para fugarme del mundo a las dos de la tarde del veintitantos de mayo. Hace una década la Orejona se mudó al Sabbath pero hoy, en el año del mundo patas arriba, opta por el sopor dominical. Hay partidos cuya esencia es un candado, un hermético criptograma. Así como existen obras literarias cuyo código poético se desnuda con desparpajo desde el primer párrafo, el futbol moderno arroja con frecuencia duelos millonarios que parecen escenificarse en las pizarras de los directores técnicos. A Bayern Múnich y a París Saint Germain les sobraban ases bajo la manga para torcer la historia, pero optaron por el combate de sombras, el desfile de los dientes sin morder. Imaginamos la consagración de Lewandowki o Neymar, pero al final la tumba parisina la cavó un francés (para que la cuña apriete). Kinglesy Coman, el adolescente que debutó a los 16 años en el Parque de los Príncipes,  se robó el sueño húmedo de los jeques qatarís y le truncó la gloria a su ex equipo, aunque el líder moral de la final fue Manuel Neuer. Sin atajadas espectaculares, el capitán se encargó de secar la pólvora parisina e imponer autoridad.  Solo en los primeros minutos el París creyó en sí mismo e hizo pensar en un repentino cambio de guión, pero conforme el reloj avanzaba, los bávaros fueron ganando posiciones hasta que su engranaje acabó por copar todo el campo de batalla. Una vez tomado el control, era cuestión de tiempo para asestar el latigazo fatal. Con uno bastó. Bismarck siempre fue superior a Napoleón III. El engranaje de una máquina bien aceitada siempre podrá más que el destello individual de un crack sobrevalorado por los petrodólares. La cerveza bávara supo mejor que el vino francés y la razón pura pudo más que la poesía simbolista.

 

Los pandémicos estadios son las tumbas de la gloria en desolación, la piedra silente que encarna la nueva Mátrix del fútbol espectáculo. Acaso lo único que humaniza a estos desolados duelos son los gritos de los jugadores rebotando en el cemento desnudo. ¿En qué idioma habla el futbol globalizado? ¿Cuál es el esperanto que rige en el área chica en los segundos anteriores a un tiro de esquina? Hay un tufo a ciencia ficción en el futbol covideño, la sensación de que todo es pura vil realidad virtual.  La más sui generis batalla por la Orejona en siete décadas de historia se ha escenificado por primera vez en el séptimo día. La Copa de las Orejas Grandes no es asunto de domingos y su escenario fue la embrujada ciudad de Fernando Pessoa. Durante años, esta copa cubrió de magia al último miércoles de mayo. En medio de zipizapes escolares o malquerencias de la talacha periodística en en la zona ruda de la semana, siempre me las arreglaba para fugarme del mundo a las dos de la tarde del veintitantos de mayo. Hace una década la Orejona se mudó al Sabbath pero hoy, en el año del mundo patas arriba, opta por el sopor dominical. Hay partidos cuya esencia es un candado, un hermético criptograma. Así como existen obras literarias cuyo código poético se desnuda con desparpajo desde el primer párrafo, el futbol moderno arroja con frecuencia duelos millonarios que parecen escenificarse en las pizarras de los directores técnicos. A Bayern Múnich y a París Saint Germain les sobraban ases bajo la manga para torcer la historia, pero optaron por el combate de sombras, el desfile de los dientes sin morder. Imaginamos la consagración de Lewandowki o Neymar, pero al final la tumba parisina la cavó un francés (para que la cuña apriete). Kinglesy Coman, el adolescente que debutó a los 16 años en el Parque de los Príncipes,  se robó el sueño húmedo de los jeques qatarís y le truncó la gloria a su ex equipo, aunque el líder moral de la final fue Manuel Neuer. Sin atajadas espectaculares, el capitán se encargó de secar la pólvora parisina e imponer autoridad.  Solo en los primeros minutos el París creyó en sí mismo e hizo pensar en un repentino cambio de guión, pero conforme el reloj avanzaba, los bávaros fueron ganando posiciones hasta que su engranaje acabó por copar todo el campo de batalla. Una vez tomado el control, era cuestión de tiempo para asestar el latigazo fatal. Con uno bastó. Bismarck siempre fue superior a Napoleón III. El engranaje de una máquina bien aceitada siempre podrá más que el destello individual de un crack sobrevalorado por los petrodólares. La cerveza bávara supo mejor que el vino francés y la razón pura pudo más que la poesía simbolista.