Cien días de lecturas
El primer trimestre del año se ha cumplido y así, sin decir agua va, hemos cruzado el umbral entre un invierno que nunca llegó y una primavera mentirosa. Hago una retrospectiva de las lecturas que han marcado estos casi cien días que llevamos del 2014 sólo para caer en cuenta que la nostalgia por la pérdida de Federico Campbell y una tardía adicción por Roberto Bolaño están marcando el espíritu de esta época, aderezada por algunas letras satelitales. Comencé el año leyendo en una sola tarde El cerebro de mi hermano de Rafael Pérez Gay, un descarnado testimonio desde las entrañas de la familia sobre el deterioro de ese encantado telar cerebral que un mal día se atrofia y decae. Pérez Gay parece mirarnos a los ojos mientras narra el final de su hermano José María, afectado por una esclerosis múltiple. En pocas semanas, el cerebro privilegiado que tradujo del alemán textos de Mann, Nietzsche y Goethe se va apagando hasta quedar en una condición casi vegetal. Un libro que duele. En los primeros días del año leí también Formas de volver a casa del chileno Alejandro Zambra, una interesante y sobria autoficción retrospectiva sobre un niño que desde su trinchera contempla el mundo adulto sometido a la dictadura de Pinochet. El desenlace es la metamorfosis del pasado, cuando la mirada adulta se sube a la máquina del tiempo e intenta reconstruir el universo infantil desde el palco del futuro. Un ensayo que ha orientado mis relecturas de 2014 es Lectores entre líneas de la francesa Neige Sinno, quien se sumerge hondo en las obras de Bolaño, Piglia y Pitol, tres autores que han hecho de la figura del lector un personaje casi omnipresente en sus páginas. Creo que agoté la tinta de una pluma de tanto subrayar el libro de Sinno, cuyo análisis me ha ayudado a tener una lectura aun más profunda de tres autores a los que ya de por sí apreciaba. El lector como figura y obsesión literaria, constructor de realidades paralelas, eterno detective y explorador de mundos ajenos. Lectores entre líneas es uno de los más alucinantes ensayos literarios que he leído en muchísimo tiempo. Otro librazo fue sin duda Muerte súbita de Álvaro Enrigue, una sui generis novela que plantea un hipotético partido de tenis entre el pintor Ángelo Caravaggio y el poeta Francisco de Quevedo, columna vertebral de un alucinado paseo por el contradictorio mundo de la Contrarreforma. Por desgracia no todo fue miel sobre hojuelas, pues también hubo libros en donde estuve a punto de exigir mis garantías individuales de lector que me conceden el derecho a saltarme páginas o interrumpir una lectura. Tal cosa me sucedió con El caso Harry Quebert, del joven novelista suizo Joel Dicker, un mastodonte de 700 páginas que leí completito y me deja por herencia tan solo un poco de entretenimiento y algunas frases tan cursis y rimbombantes que sin duda Televisa las plagiaría para sus telenovelas. Tal vez lo mejor de esta historia de crimen no resuelto, es que la labor detectivesca gira en torno a la escritura de dos libros y toca algunos temas como el síndrome de la página en blanco y las traidoras consecuencias de publicar un best seller. Sin duda Hollywood ya ha tomado nota. La muerte del buen Federico me ha llevado a releer Padre y memoria y a conjurar mi nostalgia en Post scriptum triste. También confieso un repentino y retardado idilio con Roberto Bolaño. He leído Entre paréntesis, hace un rato terminé mi patinaje en La pista de hielo y ahora mismo me dispongo a comenzar con Amuleto. Lo siento, pero este 2014 he estado insoportablemente bolañófilo. Leo en desorden los textos compilados en Miradas de Juan Gelman y me aguardan en la fila La luna y las hogueras de Cesare Pavese (póstuma recomendación de Campbell) La mente del escritor de Bruno Estañol, Beltenebros de Muñoz Molina y otros tantos ejemplares mostrencos que me cierran el ojo y me hacen lamentar que haya menos tiempo que libros.