Vista desde del Siglo XXI, la década de los 90 resulta ancestral, casi prehistórica e idílica, porque idílico suele ser por naturaleza todo recuerdo de juventud y porque idílico nos parece un país que ni en su peor pesadilla intuyó el baño de sangre que lo inundaría unos años más tarde.
En 1997 era yo un reportero novato en la redacción de El Norte de Monterrey, donde firmar en primera plana era patrimonio exclusivo de veteranas vacas sagradas de la pluma. El territorio natural para la firma de los mocosos eran las páginas de interiores, a donde iban refundidas nuestras notas de los municipios de la periferia regiomontana y el Sur de Nuevo León.
Con mis 23 años recién cumplidos y las alforjas rebosando sueños de gloria periodística y cerveza helada del Barrio Antiguo, recorría las carreteras nuevoleonesas peinando los naranjales de Montemorelos y las sierras de Aramberri e Iturbide en busca de notas interesantes para contar a un regio lector que tenía la vida resuelta. Eran los tiempos del Barzón y el Fobaproa, de la primera Legislatura en donde el PRI no tronaba a placer sus chicharrones y del primer triunfo de la oposición en Nuevo León. La victoria de Fernando Canales contra Natividad González Parás en las elecciones de 1997 fue el gran acontecimiento de mi debut reporteril.
En aquel entonces una ejecución era todavía un acontecimiento trascendente, capaz de generar sorpresa e indignación en las buenas conciencias. El gran crimen marca Cosa Nostra del Monterrey de los 90, había sido la ejecución al más puro estilo Chicago del gansteril abogado Leopoldo del Real, acribillado en el café Florián en enero de 1996. El asunto acaparó portadas por varias semanas. Durante toda mi época como reportero en El Norte solamente me tocó cubrir una ejecución. Ocurrió en el estacionamiento del restaurante Rey del Cabrito de Constitución y Macroplaza. Me encontraba ese día en la sala de prensa del Palacio Municipal de Monterrey buscando la manera más creativa de hacer rabiar al alcalde Jesús María Elizondo, cuando en eso escuchamos las detonaciones. No es que tuviera mucha experiencia en pólvora y plomo, pero de inmediato supe que aquello no eran cohetes. Bajamos corriendo las escaleras eléctricas, cruzamos la calle Doctor Coss frente al Museo Marco y corrimos hacia donde se empezaba a aglomerar la gente a la entrada del estacionamiento del restaurante. Ahí, junto a las llantas de una camioneta Lobo color roja, yacía en un charco de sangre un hombre con camisa de cuadros, botas y cinto piteado. El sombrero, obvia decirlo, había caído a unos cuantos metros. La buena noticia, confirmaron los meseros, es que el ejecutado había muerto con la panza llena pues había tenido tiempo de pellizcar con tortilla recién hecha las suculentas criadillas acompañadas de una botella de cerveza con escarcha. La ejecución del Rey del Cabrito fue portada de todos los periódicos regios y entrada de todos los noticieros. Recuerdo un tabloide -si la memoria no me falla el Metro- que cabeceó: Como en Tijuana o Ejecución al estilo Tijuana. Para los reporteros regios era la mejor forma de describirlo. En Tijuana pasaban esas cosas; en Monterrey no. Desde nuestra óptica, Tijuana era un territorio lejano, salvaje, hostil; una suerte de corazón de las tinieblas regido por la ley del plomo. Por supuesto que en los 90 había varios miles de páginas de narcohistorias, pero ocurrían siempre muy lejos de Monterrey. Ese verano, justo en los días en que se desataba la tormenta electoral, se publicó el sospechoso cuento sobre la muerte del Señor de los Cielos dentro de un quirófano mientras intentaba cambiar de rostro. Desde la cómoda lejanía leíamos historias de horror del Mochaorejas, los Arellano Félix y el Mayo Zambada, mientras el Chapo Guzmán se pudría en prisión y el Zar antidrogas Barry McCaffrey repartía bendiciones certificadas y condenas con amenaza de intervención. En los 90 la vida en Monterrey transcurría sin demasiados sobresaltos y nadie hubiera concebido que en un día cualquiera como hoy, mientras escribo estas palabras, los regios contemplan un teatro del horror representado por tres hombres aún vivos colgados como piñatas de un puente vehicular, mientras sicarios se divierten disparándoles desde la calle o que iban a contar 33 homicidios en 16 horas. La peor noticia, es que el asunto ya ni siquiera sorprende, ni quita el sueño. Dónde ha quedado el Monterrey que peiné en bicicleta donde me daba el lujo de sacar el dedo para pedir aventón? Nostalgia en penumbra por una ciudad que se perdió para siempre.
Debate calafiero
En Tijuana casi todo mundo tiene algo que decir y opinar sobre Jorge Hank Rhon. Su leyenda se construye todos los días en infinitas charlas, llenas de secretos inconfesables y verdades absolutas. Más de una vez me he visto inmerso en debates de calafia (microbús) o taxi colectivo tijuanense en donde el chofer va escuchando una tribuna radial en la que un radioescucha apasionado se comunica a cabina para alabar a Hank como un mesías o despotricar contra él acusándolo de ser el anticristo. De pronto un pasajero de la calafia -por regla general una señora- se solidariza con el radioescucha tribunero o lo contradice con vehemencia y entonces el chofer u otro pasajero interviene para contradecir a la señora revelando una verdad sobre Hank que sólo él conoce, pues se la ha dicho alguien muy enterado y de pronto, en cuestión de minutos, ya se ha armado un debate colectivo y cuando Hank Rhon es el tema a debatir, lo imposible es dar con un comentario que tenga una mínima dosis de moderación u objetividad.