Detengámonos a pensar por un momento en la noche antes del magnicidio. Para el futuro magnicida es una noche tan densa, larga y oscura como la que vive un condenado a muerte que será ejecutado al amanecer. ¿Qué voces hablan al oído del aspirante a magnicida en la vigilia que antecede a su crimen? ¿Cuáles son sus dudas y cavilaciones? ¿Logra conciliar el sueño o debemos dar por hecho que el insomnio es la regla en estos casos? Mucho se ha escrito sobre la última noche de los condenados a muerte y el lento transcurrir de las manecillas del reloj mientras se acerca a la hora fatal. El condenado se prepara para el horror que acarrea consigo toda ejecución y medita sobre los misterios de la muerte y la vida que se acaba. A menudo leemos la historia de la llegada de un confesor a su celda, de una noche poblada de estrellas, de un último desayuno, de una medalla o un anillo entregado al jefe del pelotón de fusilamiento, de una palabra de perdón al verdugo que ha de jalar la horca o empuñar el hacha. Pues bien, la noche antes del magnicidio debe ser uno de los rituales interiores con más nervio y tensión que depara una vida humana. El condenado a muerte sabe que su vida se acabará en unas horas y el magnicida también se ha resignado a que, después del segundo fatal, su existencia se transformará para siempre. La noche antes del crimen el magnicida es un hombre libre, pero sabe que al día siguiente dejará de serlo. Salvo en el improbable caso de una acción perfecta y redonda por parte del asesino, como ocurrió en el asesinato del primer ministro sueco Olof Palme en 1986, el magnicida sabe que sobre él pesan elevadísimas probabilidades de ser capturado o de morir en el acto, víctima de los guardaespaldas que custodian a su objetivo. También es posible que el magnicida haya planeado su suicidio después de ejecutar el disparo. En cualquier caso, sea cual sea el resultado del crimen, el magnicida sabe que después del segundo fatal ya nada volverá a ser igual. El magnicida se prepara para ejecutar la consumación de una doble condena: la de su víctima y la suya propia. La diferencia es que el poderoso que al día siguiente será asesinado, duerme ajeno e ignorante a la condena de muerte que sobre él pesa. Cierto, todo hombre de estado sabe, o intuye, que en las sombras se fraguan conspiraciones para asesinarlo y algunos llegan a padecer delirios paranoicos enfermizos. Sin embargo, a diferencia del condenado a muerte por un tribunal que en su celda aguarda el momento de la ejecución, el ministro o candidato que funge como objetivo del magnicida, ignora que el lugar y la hora de su muerte ya han sido marcados. La noche antes de su asesinato tiene sin duda otras preocupaciones, pero ignora que a determinada hora del día, cuando encabece un mitin o un recorrido en convertible, el magnicida lo estará esperando puntual para ejecutar la sentencia. ¿Qué pensamientos asaltaron a Lee Harvey Oswald la madrugada del aquel 22 de noviembre del 63 mientras Kennedy dormía? ¿Qué espectros de vigilia visitaron a Gavrilo Princip en aquella noche del verano bosnio mientras el archiduque se iba a la cama?
La noche del 16 de julio de 1928, Álvaro Obregón se va a la cama sin saber que en el convento de la Madre Conchita se ha decidido ya el lugar y la hora de su muerte. Imaginemos la madrugada del 17 de julio: Obregón duerme y Toral está despierto. El presidente electo rueda en su cama y tiene un sueño intranquilo a causa de la mala digestión. Aunque su juguetón cinismo podría hacernos creer que el sonorense es inmune a afectaciones emocionales, es un hecho que le sobran motivos para sentirse preocupado, máxime cuando ya ha sido víctima de un atentado. De acuerdo, Obregón está preocupado, pero concilia el sueño. La comida con los diputados guanajuatenses en el restaurante La Bombilla es sólo un evento más en su nutrida agenda que no le merece especial atención. Obregón duerme o intenta dormir; León Toral reza. Las cosas ocurren en el mismo instante en dos lugares distintos de la Ciudad de México. En el preciso instante en que el presidente electo rueda en su cama o se levanta para orinar, Toral está entregado a la oración o repasando por enésima vez su ruta de acción. Obregón no sabe quién es Toral pero para Toral Obregón lo es todo en la vida y esa misma noche es el centro de todos sus pensamientos. Esa noche antes del magnicidio la víctima duerme ajena e ignorante, mientras el futuro verdugo es consumido por el insomnio y los nervios. Las horas transcurren a un ritmo diferente para la futura víctima y el futuro victimario. Podemos imaginar en una pantalla dividida en dos la exacta secuencia de sus actos, el minuto a minuto que los conducirá a su encuentro definitivo. Toral está destinado a ser el ejecutor de una sentencia de muerte, pero las horas previas al crimen las vive como si él fuera el condenado, pues sabe que en el instante en que apriete el gatillo, estará ejecutando su propia condena. Víctima y victimario se hermanarán para siempre en un destino trágico.