Ignoro si los psicólogos han clasificado la adicción a las hemerotecas como una patología mental, pero el hecho es que, clasificada o no, yo la padezco en estado de gravedad extrema. Leer los periódicos de hace dos décadas me resulta más emocionante que leer el periódico que sale calientito de la imprenta esta mañana. ¿Será que la vocación de historiador se impone a la de periodista? Camino por las calles del sucio centro tijuanense rumbo al viejo Palacio Municipal, sede del Archivo Histórico de Tijuana. En la época en que mataron al Gato Félix, el viejísimo edifico de la calle Segunda acababa de ser desalojado y el Ayuntamiento de Tijuana estrenaba apenas el nuevo Palacio Municipal, un anacrónico y esperpéntico rectángulo ubicado del otro lado del río.
Con una remodelación reciente y alguna modesta inyección de recursos tras años de decadencia absoluta y olvido por parte de los gobiernos, el viejo palacio va tomando poco a poco la apariencia de un recinto cultural digno. Con esa amabilidad propia de caballero de otras épocas, mi amigo el historiador Gabriel Rivera, guardián del Archivo Histórico de Tijuana, me recibe en la puerta. El archivo desempeña un rol fundamental en la preparación de este libro y fueron muchas las tardes que pasé entre sus anaqueles revolviendo viejos periódicos que se deshacían en mis manos como se deshace la memoria de Tijuana en la mente de una sociedad adicta a anestesiar sus recuerdos. Gabriel me enseña orgulloso un sofisticado scanner alemán que han comprado con el apoyo del Congreso de la Unión, con el cual podrán digitalizar todo el archivo, aunque la tarea será de proporciones bíblicas. Frente a mí hay un ejemplar de El Heraldo de Tijuana de diciembre de 1944 cuya noticia bomba de primera plana, es una redada policial en un fumadero de opio regenteado por chinos en la calle Primera del centro tijuanense. De pronto olvido lo que estoy ahí investigando y me sumerjo en la lectura del Heraldo, el decano de los diarios tijuanenses, una reliquia periodística que Hank Rhon compró en los años 90 y acabó por quebrar en el 2000. Un quiebre sin ritual ni nostalgia, como quien cierra las puertas de una ferretería abierta hace seis meses por no tener las ventas esperadas. Lo de los fumaderos de opio es una de las tantas leyendas negras que sobre nuestra ciudad se han escrito, pero al ver aquella portada del Heraldo, caigo en la cuenta de que para mis colegas de los años 40 el asunto no era un cuento chino y de paso rompemos la idea de que las portadas de los periódicos del pasado no habían sido tomadas por el narcotráfico. Podría pasarme la tarde leyendo sobre garitos chinos y paraísos artificiales a lo Thomas de Quincey en la Tijuana de la Segunda Guerra Mundial, pero la tarde y la vida no van a alcanzarme. Me prometo que algún no muy lejano día escribiré algo –una novela, un cuento, un ensayo o un revoltijo de todo- sobre la historia de los fumaderos de opio en Baja California, pero por ahora vengo a buscar periódicos de finales de los años 80.
Gabriel Rivera coloca sobre la mesa un envoltorio en papel color marrón donde yacen los ejemplares de Zeta de los meses de marzo y abril de 1988. Frente a mí el ejemplar que salió a la calle el viernes 22 de abril de 1988. La portada está desprendida y carcomida por los costados, pero las únicas palabras son perfectamente legibles.