Un siglo del brazo poderoso
Por Daniel Salinas Basave
Para una cultura de efemérides adolescentes como la nuestra, cumplir un siglo es mucho, muchísimo tiempo. Hay momentos en la historia de los pueblos que fungen como una suerte de bautizo de fuego, una gesta heroica fundacional que marca el rumbo de una entidad. Aún no hemos podido ponernos de acuerdo en si le debemos llamar rebelión o invasión filibustera; a la fecha seguimos debatiendo si se trató de una patriótica defensa que nos salvó de la insaciable gula imperialista o si fue un romántico sueño anarcopacifista que deseó fundar la Utopía de Tomás Moro en la península. Este día, al cumplir cien años de la expulsión de los rebeldes e invasores de tierras bajacalifornianas, el tema sigue y sin duda seguirá generando acaloradas discusiones, pero si en algo tenemos que estar de acuerdo, es en que le llamemos como le llamemos, los sucesos de 1911 son la gesta fundacional del indómito espíritu bajacaliforniano. Aunque damos por hecho que kiliwas y pai-pai tuvieron sus conflictos bélicos y no vivieron siempre en paz eterna, y aunque hubo incursiones armadas de aventureros extranjeros en el Siglo XIX, podemos concluir que la rebelión o invasión de 1911 representó el primer derramamiento de sangre significativo en la Baja California. También la primera vez que el pueblo bajacaliforniano, demográficamente apenas significante en aquel entonces, tuvo un sentido de unidad y pertenencia. Defender un territorio y expulsar a un intruso o invasor es algo que marca un antes y después en la historia de los pueblos y forja su carácter. Siempre me he preguntado por qué los sucesos del 1911 bajacaliforniano han quedado al margen del relato historiográfico lineal de la Revolución Mexicana. Cuando se habla de 1911, en el centro de los reflectores de la historia oficial está Ciudad Juárez, no Baja California. En los tratados firmados tras la batalla de la frontera chihuahuense, fue sellado el epitafio del porfirismo mientras en la frontera bajacaliforniana se peleaba por conformar una república independiente o un paraíso anarquista como si aquello ocurriera fuera de México, en una suerte de limbo o más allá que no influía en el gran drama nacional. Mientras Madero proclamaba en el antireeleccionismo y Zapata exigía el reparto de las tierras en Morelos, en Baja California se combatía en nombre de la soberanía nacional o los derechos del proletariado mundial. Creo que el 2011 es un buen momento para revisar y profundizar nuevamente en este polémico tema. A un siglo de distancia tal vez sea posible contar una nueva historia, pero con toda franqueza creo que el centenario de nuestra máxima gesta heroica ha sido en extremo discreto y modesto. El escritor Gabriel Trujillo ha publicado el libro Moriremos como soles y el Archivo Histórico de Tijuana que dirige Gabriel Rivera está por celebrar un ciclo de conferencias, pero creo que ni el Estado ni el Municipio dimensionaron en su justa magnitud lo que este centenario significa en la historia de Baja California.
El libro de la historia de lo que pudo haber sido tiene infinitas páginas. Hay quien concede demasiada importancia al trapo confeccionado por Richard Ferris e izado por Louis James que pretendía conformar la República Independiente de Baja California, algo que realmente nunca llegó a ser tomado demasiado en serio. Hay también quien sostiene que en aquella primavera se pudo definir la transformación de Baja California en una estrella más entre las barras rojas estadounidenses y que si actualmente el Estado 29 es parte del territorio mexicano, es gracias a los mártires encabezados por Celso Vega. Al final, la historia dice que el 22 de junio los invasores fueron derrotados y expulsados de la región para pasar a la posteridad como filibusteros, mientras los defensores de Baja California entraban por la puerta grande a la inmortalidad, si bien el reconocimiento a su valor quedó limitado al ámbito regional, pues la “historia de bronce”, siempre tan centralista, les ha negado un sitio en el pandemonio de los “héroes” de la nación.