El caudillo y su negra sombra de censura
Por Daniel Salinas Basave
Hace ya veinte años, un día de 1991, leí la novela La Sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán, por recomendación y consejo de mi maestra, la historiadora María Cubas. Hoy, 1 de marzo de 2011, escribo esta columna después de haber visto la película La Sombra del Caudillo, del director Julio Bracho, por cortesía de mi buen amigo Tomás Perrín. Tal vez no todos lo sepan, pero Tomás Perrín, actor de la época de oro del cine mexicano que llegó a compartir escenario con la mismísima María Félix y que tiene un papel estelar en La Sombra del Caudillo, es el padre de una de las mentes maestras de Tijuana Innovadora, mi amigo Tomás Perrín hijo, quien me hizo llegar la “película maldita” sobre la que pesó una férrea censura de más de 30 años por parte de la Secretaría de Gobernación. ¿Qué pudo provocar un veto tan severo sobre un filme? ¿Demasiado sexo y violencia acaso? Nada de eso. Lo que sucede es que La Sombra del Caudillo presenta un retrato políticamente incorrecto del nacionalismo revolucionario, cuyos generales aquí no son los héroes redentores del pueblo, sino los codiciosos y corruptos caciques dispuestos a cometer cualquier bajeza por conservar el poder. Mariano Azuela es el gran padrino de la Novela de la Revolución. Su Andrés Pérez Maderista de 1911 es considerada la primera novela revolucionaria de la historia, si bien la piedra angular del género nacería, también de su pluma, cuatro años después con Los de abajo. Estas narraciones escritas en tiempo real, casi al fragor de la batalla, dieron voz narrativa al pueblo llano y expusieron el conflicto revolucionario desde la visión del soldado inmerso en la orgia de las balas, sometido a los designios de un caos casi bíblico cuyos crueles mandatos escapan a su control y razonamiento. Si Azuela es el padrino, Martín Guzmán bien puede ser considerado el profeta. El águila y la serpiente es una de las grandes novelas revolucionarias, pero la obra que lo colocaría en el ojo de huracán es La Sombra del Caudillo, escrita en 1929, en pleno maximato callista, cuando Plutarco Elías era amo y señor del país, dueño de carreras, voluntades y vidas. Escribir una novela como La Sombra del Caudillo en 1929, requería una buena dosis de temeridad o de plano afanes suicidas. Aunque en el papel era solo un ciudadano mexicano más sin cargo político alguno tras dejar la presidencia en 1928, la verdad es que en los hechos Plutarco Elías Calles fue durante el maximato una suerte de monarca absoluto. En la novela, la disputa entre el candidato oficial Jiménez, bendecido por el Caudillo y el candidato rebelde, Aguirre, quien se postula “por la libre”, refleja con crudeza lo que le sucedía a quien se atreviera a contradecir la todopoderosa voluntad del gran mandón. Si quedan dudas, que le pregunten a Francisco Serrano, el desdichado compadre de Álvaro Obregón, quien se atrevió a oponerse al Manco de Celaya en su carrera por la presidencia creyendo que su compadrazgo y su añeja amistad serían un certificado de inmunidad, sin intuir que cuando el poder está en juego, hasta el mejor amigo puede acabar retacado de plomo, como acabó el pobre Serrano. “Mira nada más como te dejaron Panchito, todo agujerado”, dijo Obregón frente al cadáver de su compadre acribillado. Aguirre bien puede ser Serrano y los métodos que con él emplean son los patentados por el nacionalismo revolucionario para sacar de la jugada a los opositores. Si en 1929 Martín Luis Guzmán debió vivir en el exilio, es algo que se entiende, pues nadie en su sano juicio quería enfrentarse a Calles. Pero en 1960, cuando Julio Bracho lleva la novela a la pantalla grande, gobernaba el país Adolfo López Mateos y nadie imaginó que la película iba a encender los focos rojos de la censura allá en la calle Bucareli. El problema es que el nacionalismo revolucionario y su credo hicieron de su historia un dogma de fe, un catecismo impartido para no ser cuestionado. La piedra fundacional del PRI de López Mateos y de todos los presidentes que prohibieron esa película hasta Salinas de Gortari, fue la historia de compadrazgos y traiciones de los caudillos sonorenses, quienes hicieron del fraude electoral y de la puñalada por la espalda, una de las bellas artes de la política mexicana. Lo patético del caso, es que tanto la novela como la película me parecen terriblemente vigentes. En Lomas Taurinas nos dimos cuenta que el nacionalismo revolucionario nunca perdió del todo la costumbre de dirimir candidaturas a balazos de la misma forma que la escena de los acarreados tragando birria en Toluca mientras aguardan a que les indiquen a qué candidato deben apoyar, parece una escena muy actual en pleno proceso previo al 2012, donde los caudillos modernos, productos prefabricados en televisión, siguen pesando más que las ideas e instituciones.
Baja California dijo presente en el Palacio de Minería
Escritores de Baja California dijimos presente en la Feria del Libro del Palacio de Minería, donde se dieron cita, entre otros, Roberto Castillo, Vianka Santana, Rafa Saavedra, Teresa Avedoy y también el autor de esta columna, que llevó su libro Mitos del Bicentenario hasta el Centro Histórico. Tomando en cuenta que el centralismo literario suele ser más intolerante que el político, es un mérito que la tinta bajacaliforniana y los escritores del Noroeste vayan conquistando espacios y flechando nuevos lectores. Lo cierto es que este barco de papel tripulado por letras insurrectas, sigue llevándome a altamares improbables.