VIDA Y MUERTE EN TIEMPOS DE LA REVOLUCIÓN
Por Daniel Salinas Basave
A la cursilería oficialista le da por repetir la perorata de que el millón de muertos que dejó por herencia la Revolución, fueron mexicanos que sacrificaron sus vidas por tener un país más justo en donde hubiera derechos laborales, reparto agrario, igualdad jurídica, bla, bla, bla. Es muy romántico creer que esa carnicería inclemente valió la pena y que México debió ser bañado en sangre para poder aspirar a la modernidad política, pero la triste verdad es que la inmensa mayoría de los que perdieron la vida durante los años del caos revolucionario, lo hicieron sin saber exactamente por qué diablos estaban con una carabina 30-30 en medio de un campo de batalla. En un país donde más del 80% de su población vivía en el analfabetismo y donde la política era un asunto de minorías, es posible creer que esas alfombras de cadáveres que tapizaron el Cerro de La Bufa en Zacatecas o los campos de Celaya, no sabían a ciencia cierta de qué se trataba el asunto que los arrastraba en medio de semejante ciclón de barbarie. La expresión popular “la bola” es atinadísima y representativa de lo que en verdad fue la Revolución, un tornado que chupaba todo a su paso, una auténtica bola de confusión que arrastró a millones de familias. Muchos de los hombres que servían como carne de cañón en el frente, eran reclutados a la fuerza en la “leva”, método muy socorrido en el ejército federal. Otros, sin duda la mayoría, iban porque no tenían nada que perder más que la vida, porque intuían que acaso en medio de esa bola podrían superar su miseria en los saqueos o por lo menos divertirse. Algunos, muy pocos e idealistas, profesaban algún credo político o tenían fe en algún caudillo, pero la realidad es que a la tropa no le preocupaban demasiado conceptos abstractos e incomprensibles como “no reelección” o “democracia y justicia social”. La realidad es que la incierta cifra de ese millón de muertos, es comparable al parte de bajas que provoca un enorme desastre natural, un terremoto, un tsunami o un huracán, una fuerza incontrolable y aleatoria que devasta todo a su paso y en donde las víctimas pierden la vida por estar en el sitio equivocado. Los poemas de asamblea nos hablan de soldados que morían sacando el pecho en la trinchera o retando valientes al pelotón de fusilamiento, pero poco hablan de los millones de mexicanos que padecieron los daños colaterales de la Revolución, familias entre las que sin duda usted o yo, amigo lector, tenemos algún antepasado, que perdieron todos sus bienes o tuvieron que emigrar. Al puro estilo de Carlyle, la Historia de México es, ante todo, un relato de sus caudillos. Para hablar de la Revolución diseccionamos las vidas de Madero, Zapata, Villa, Carranza u Obregón y creemos que para dimensionar el tamaño del cataclismo, basta con evaluar las vidas de aquellos que no descansan y sin duda se agarran a patadas cada noche ahí en su sepulcro, bajo el antiestético monumento a la Revolución.
Dentro de esta inmensa biblioteca centenaria y bicentenaria, el único libro con que me he topado donde el personaje principal es el pueblo llano, es “Vida y muerte en tiempos de la Revolución Mexicana” de José Luis Trueba Lara, publicado por Editorial Taurus. Las “estrellas” de este libro no son por fortuna los generales o los encorbatados que movieron los hilos de la Revolución, sino inmensa masa de mexicanos que vivieron los rudos tiempos de la “bola” y padecieron sus efectos sin tener nada que ver con ella. En esta historia sin caudillos, nos damos cuenta que a casi todos los mexicanos de aquella época les daba igual Madero o Díaz, Carranza o Huerta, Villa u Obregón. Las preocupaciones del pueblo eran en realidad bastante sencillas y poco tenían que ver con elecciones democráticas o derechos políticos. Comer, beber, mantenerse, divertirse y poder sacar adelante a una numerosa familia con todas las adversidades en contra, eran los temas que, al igual que ahora, quitaban el sueño a los mexicanos que miraban la Revolución como quien ve pasar un huracán, con sus desastres e incomodidades inherentes de las que había que ponerse a salvo. El retrato de la sociedad mexicana de aquel amanecer del Siglo XX acaba por ser tragicómico, pues frente a una masa de millones de de miserables y analfabetas que malvivían en condiciones de inmundicia, se oponía una naciente, endeble y pretenciosa clase media de afanes afrancesados que buscaba a toda costa parecer europea, aunque en ello empeñara la vida entera. Si bien en pleno Siglo XXI México está aún muy lejos de superar sus complejos clasistas y las desigualdades sociales siguen siendo abismales e insultantes, en aquel México, regido por la liberal Constitución de 1857, la sociedad de castas estaba casi institucionalizada como en el virreinato. Una sociedad mojigata, acomplejada, temerosa y llena de pretensiones que al final acababa hermanada en el vacilón, en el mitote, en el jolgorio al que desembocaban por igual las copas de coñac o las jícaras de pulque. Una sociedad que hacía lo posible por disimular sus vicios, pero donde el conservadurismo machista no tapaba el Sol con un dedo y no podía ocultar una sociedad donde había un floreciente negocio de la prostitución, fiestas aristocráticas con travestis, consumo de drogas que ahora son ilegales (y que están a punto de dejar de serlo) y toda suerte de negocios ilícitos. Ese es el México que nos dibuja José Luis Trueba Lara en su libro, un país que en algunos aspectos se sigue pareciendo demasiado al actual y cuya visión nos permite evaluar si realmente valió la pena empeñar un millón de vidas humanas en el ridículo altar de un ideal fabricado a posteriori.
Reencuentro con amigos
La Historia está viva cuando se comparte como charla o discusión entre amigos y cuando las anécdotas y leyendas se mojan en una copa de vino. Presentar un libro en distintas sala de Baja California, ha sido la ocasión perfecta para reencontrar grandes amigos como David Ávila, Cipriano Carrazco, el irreverente Memo Rentería o Sócrates Bastida entre otros, que han acompañado al barquito de papel en su peregrinaje por este gran estado. A todos quienes han apoyado a Mitos del Bicentenario, mi agradecimiento total.