Islas Coronado
Nos dice Cortázar que la primera vez que vio la Isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo, pero yo, a diferencia del personaje cortazariano, no puedo recordar con precisión la primera vez que mis ojos contemplaron la Islas Coronado.
Supongo, sin conceder, que ocurrió el 16 de octubre de 1998, fecha en que contemplé por primera vez el Pacífico bajacaliforniano, a mis lejanos 24 años de edad, pero bien puede ser que no las haya visto ese día. Tú debes saber muy bien que contemplar el Pacífico desde la playa de Tijuana no significa necesariamente que vayas a encontrar las Islas. Te debes haber dado cuenta que las Islas a menudo se alían con los bancos de niebla y se esconden. Si miras el Pacífico en un día nublado, es muy posible que ni siquiera puedas distinguirlas.
No recuerdo exactamente cuándo nació mi curiosidad por las islas.
Lo primero que escuché sobre ellas es que ahí existió un casino controlado por Al Capone y mi curiosidad fue en aumento. Te confieso que luego de más de siete años de vivir en Tijuana, he desarrollado una suerte de obsesivo ritual contemplativo de las Islas. Y es que su imagen, debes saberlo, es mutante. Su figura pasa de la absoluta invisibilidad a una extrema nitidez de color. Las más de las veces, las Islas apuestan por el atuendo de la fantasmal silueta. Sombras gigantescas desafiando el horizonte, se anuncian cual monstruos marinos que espían la costa bajacaliforniana desde el umbral mismo de los abismos oceánicos. Las mañanas en que el manto de niebla tiene a bien posarse sobre el litoral costero Tijuana- Rosarito, que son, sin exagerar, el 70 por ciento de las mañanas, las Islas son simplemente invisibles y si se anuncian lo hacen de una manera tan etérea, que uno bien podría pensar que son deformaciones de las nubes o alucinantes cuerpos espectrales.
Algunas mañanas de primavera, cuando el soplar inclemente de los vientos de Santa Ana logra limpiar el horizonte, las Islas abandonan el disfraz etéreo y se materializan en roca. Sólo entonces puede uno distinguir con absoluta e insoportable claridad sus contornos y captar un detalle de suma importancia: entre las dos islas posadas en horizontal simetría, hay un pequeño islote de color tan blanco, que a veces nos hace creer que brilla. ¿Lo distingues? Míralo, está ahí
Desde aquí lo miras muy pequeño, casi insignificante, podrías pensar que es una simple piedra en medio del Océano, pero el islote es bastante grande y alberga una colonia de más de 70 lobos marinos.
Me gusta esta tarde, pero debo decirte que no es la más bella. Los días más bellos e improbables, son aquellos de negra nubosidad que amenaza tormenta. Las oscuras nubes atiborran lo alto, pero por algo que sospecho es un pacto de no agresión con el horizonte, liberan de la estorbosa bruma el entorno de las Islas.
Es entonces cuando puedo apreciarlas mejor, pues las cobija un alo de brillante oscuridad si es que se me concedes licencia poética para tan absurda contradicción y se transforman en místicos guardianes del umbral del Mundo. No hay que olvidar que las Islas son el señuelo que marca la frontera del horizonte. Más allá no hay nada para el ojo humano que contempla un atardecer en el Pacífico tijuanense. Y aunque mucho sepamos de globos terráqueos y teorías heliocéntricas, la conciencia de Copérnico y Galileo tiene a bien hacerse a un lado, para ceder a mi involuntaria transformación en supersticioso marinero de Colón y Magallanes, de Marco Polo y Leiff Eriksson, imaginando al abismo final que nos aguarda tras las Islas. A veces me gusta ceder a la tentación de alucinar que más allá de las Islas se termina el Mundo, o al menos ese que conocemos, gobernado por la inclemente tiranía de la razón.
Y esta mañana, concretamente a las 6:30 cuando salí de casa, las Islas no se dignaron a mostrarme ni siquiera un resquicio que hiciera presentir su existencia. El manto de niebla era tan denso, que las muy pérfidas hicieron de las suyas y se ocultaron por completo de mi vista, como aquellas mujeres que sucumben a un arrebato de pudor luego de mostrarse por primera vez desnudas ante el hombre amado. ¿Se habrán ido para siempre?
Nos dice Cortázar que la primera vez que vio la Isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo, pero yo, a diferencia del personaje cortazariano, no puedo recordar con precisión la primera vez que mis ojos contemplaron la Islas Coronado.
Supongo, sin conceder, que ocurrió el 16 de octubre de 1998, fecha en que contemplé por primera vez el Pacífico bajacaliforniano, a mis lejanos 24 años de edad, pero bien puede ser que no las haya visto ese día. Tú debes saber muy bien que contemplar el Pacífico desde la playa de Tijuana no significa necesariamente que vayas a encontrar las Islas. Te debes haber dado cuenta que las Islas a menudo se alían con los bancos de niebla y se esconden. Si miras el Pacífico en un día nublado, es muy posible que ni siquiera puedas distinguirlas.
No recuerdo exactamente cuándo nació mi curiosidad por las islas.
Lo primero que escuché sobre ellas es que ahí existió un casino controlado por Al Capone y mi curiosidad fue en aumento. Te confieso que luego de más de siete años de vivir en Tijuana, he desarrollado una suerte de obsesivo ritual contemplativo de las Islas. Y es que su imagen, debes saberlo, es mutante. Su figura pasa de la absoluta invisibilidad a una extrema nitidez de color. Las más de las veces, las Islas apuestan por el atuendo de la fantasmal silueta. Sombras gigantescas desafiando el horizonte, se anuncian cual monstruos marinos que espían la costa bajacaliforniana desde el umbral mismo de los abismos oceánicos. Las mañanas en que el manto de niebla tiene a bien posarse sobre el litoral costero Tijuana- Rosarito, que son, sin exagerar, el 70 por ciento de las mañanas, las Islas son simplemente invisibles y si se anuncian lo hacen de una manera tan etérea, que uno bien podría pensar que son deformaciones de las nubes o alucinantes cuerpos espectrales.
Algunas mañanas de primavera, cuando el soplar inclemente de los vientos de Santa Ana logra limpiar el horizonte, las Islas abandonan el disfraz etéreo y se materializan en roca. Sólo entonces puede uno distinguir con absoluta e insoportable claridad sus contornos y captar un detalle de suma importancia: entre las dos islas posadas en horizontal simetría, hay un pequeño islote de color tan blanco, que a veces nos hace creer que brilla. ¿Lo distingues? Míralo, está ahí
Desde aquí lo miras muy pequeño, casi insignificante, podrías pensar que es una simple piedra en medio del Océano, pero el islote es bastante grande y alberga una colonia de más de 70 lobos marinos.
Me gusta esta tarde, pero debo decirte que no es la más bella. Los días más bellos e improbables, son aquellos de negra nubosidad que amenaza tormenta. Las oscuras nubes atiborran lo alto, pero por algo que sospecho es un pacto de no agresión con el horizonte, liberan de la estorbosa bruma el entorno de las Islas.
Es entonces cuando puedo apreciarlas mejor, pues las cobija un alo de brillante oscuridad si es que se me concedes licencia poética para tan absurda contradicción y se transforman en místicos guardianes del umbral del Mundo. No hay que olvidar que las Islas son el señuelo que marca la frontera del horizonte. Más allá no hay nada para el ojo humano que contempla un atardecer en el Pacífico tijuanense. Y aunque mucho sepamos de globos terráqueos y teorías heliocéntricas, la conciencia de Copérnico y Galileo tiene a bien hacerse a un lado, para ceder a mi involuntaria transformación en supersticioso marinero de Colón y Magallanes, de Marco Polo y Leiff Eriksson, imaginando al abismo final que nos aguarda tras las Islas. A veces me gusta ceder a la tentación de alucinar que más allá de las Islas se termina el Mundo, o al menos ese que conocemos, gobernado por la inclemente tiranía de la razón.
Y esta mañana, concretamente a las 6:30 cuando salí de casa, las Islas no se dignaron a mostrarme ni siquiera un resquicio que hiciera presentir su existencia. El manto de niebla era tan denso, que las muy pérfidas hicieron de las suyas y se ocultaron por completo de mi vista, como aquellas mujeres que sucumben a un arrebato de pudor luego de mostrarse por primera vez desnudas ante el hombre amado. ¿Se habrán ido para siempre?