De académicos, investigadores y otros parásitos
Hace algunos años, muchos en realidad, cuando yo era un estudiante, tenía más o menos una idea del rumbo que según yo tomarían los caminos de mi vida (que nunca han sido como imaginaba como dice una sabia canción vallenata). Imaginaba que mi existencia estaría destinada a ser la de una suerte de parásito intelectual que se dedicaría a coleccionar maestrías y doctorados a lo pendejo. Mi fuente de ingresos sería como “investigador” de alguna universidad y mis tiempos libres, que serían muchos, los dedicaría a viajar. Como siempre he tenido cierta facilidad para los conocimientos teóricos y una aceptable cultura general que me permite tener respuestas para casi todo, consideré que las canchas académicas serían una buena opción para mí e imaginaba que a estas alturas de mi vida me cargaría una buena cantidad de títulos de postgrado.
A los 22 años empecé a trabajar en un periódico con el único y muy específico objetivo de juntar una lanita tan rápido como fuera posible (no más de un año aseguré) para largarme a estudiar una maestría en lo que fuera. Ocho años después sigo trabajando en un periódico y apenas tengo tiempo libre. Mi título como licenciado en Ciencias Jurídicas lo recibí el 18 de mayo de 1996 y desde entonces no he vuelto a pisar un aula como alumno. Sí, lo acepto: Cada que voy a una Universidad siento nostalgia y un poco de envidia al ver a los estudiantes. En parte, me gustaría estar estudiando en este momento y la realidad es que me es materialmente imposible.
Pero por otra parte, cuando hablo con los académicos, con los “investigadores postgraduados” de una institución, siento una hueva insoportable y me cuesta mucho trabajo creer que alguna vez yo haya estado en la ruta de transformarme en un ser tan soporífero e inútil.
Acostumbrado como estoy al dinamismo y a la acción del tren periodístico, la vida de los académicos me parece similar a la de una gorda vaca rumiando en el pasto.
Yo estoy impuesto a la inmediatez, a andar en chinga, a trabajar de primera intención y sin pensar dos veces las cosas. La vida es hoy y se acaba hoy. Mañana es muy tarde. En cambio, los pinches académicos ahuevantes existen como si tuvieran todo el tiempo del mundo.
Hoy por la mañana fui a la UABC en busca de que alguno de sus “ilustres académicos” diera un punto de vista sobre la ruptura de relaciones entre México y Cuba. Primero fui al Instituto de Investigaciones Históricas. Un par de rucos dormían la mona tratando de mitigar el calor de la mañana. Les pregunté que pensaban del rompimiento con La Habana. El par de vejestorios amablemente me dijeron que ellos no investigaban la política actual, sino la historia antigua. Que tal vez podrían hablarme del hundimiento del Maine en 1898 y de José Martí (así me dijeron, no es broma). Fui a la Facultad de Economía y a la de Turismo y lo mismo. Todos los pinches maestros salían con un “no podría yo dar una respuesta aventurada”, “sería necesario investigar a fondo las circunstancias para no darle una idea superficial”, “ ¿Para cuando lo necesita?, mire, en dos semanas le puedo entregar algo..” - Lo necesito para ayer huevón de mierda, para este preciso momento. ¿Tanto estudiar y prepararse y encima pedir una o dos semanas? Todo para emitir una respuesta que yo mismo te puedo dar en este preciso momento, bien fundamentada y sin pensarlo demasiado.
Yo Daniel Salinas te puedo escribir en este instante si me lo pides un artículo bien fundamentado sobre la relación Cuba- México y la trascendencia histórica de este rompimiento. Te lo escribo en menos de una hora. Así de pelada. Es una apuesta para el que le entre.
No entiendo a los académicos. Están demasiado impuestos al ritmo del burócrata, a la pachorrez, a sus cetros de mediocracia universitaria. Me ha sucedido lo mismo con la gente del Colef. Bellas oficinas con vista al mar, enorme prestigio académico, miles de requisitos para entrar y un año entero para producir una soporífera investigación que sólo unos cuantos académicos leerán todo para revelarme algo que un mínimo de sentido común puede deducir. Una vez entrevisté a un pinche académico del Colef que hizo su mierdoza investigación acá con su Abstract, su metodología de investigación y sus fuentes bibliográficas en donde revelaba que Tijuana es una ciudad insegura, (válgame Dios, que gran descubrimiento) y que las autoridades han fallado en el combate a la delincuencia (me ha iluminado usted) El estudio en cuestión decía puras pendejadas. Con decirles que ni nota escribí, pues no encontré nada novedoso ni periodístico para proponer. Lo mismo sucede con sus estudios sobre migración y desarrollo regional. Pura y vil paja inservible, sin sustancia, sin novedad, sin trascendencia alguna. Con los politólogos ocurre la misma situación: Les preguntas (a los mismos de toda la vida, aquí sabemos bien quienes son y como se llaman) qué piensan de abstencionismo o de la video política y sueltan una verborrea mata- insomnios y al final te quedas en las mismas. Yo te puedo decir lo mismo, con similares fundamentos, con la gran diferencia de que yo sí lo hago interesante y ellos no.
Luego les pides alguna una cifra, un dato acá chacas, noticioso, carnoso y los pendejos siempre salen con sus inseguridades: “no podría... sería aventurado... no hay un estudio que lo fundamente”, y así se la llevan los huevones, viviendo del presupuesto, chupando sangre, durmiendo siesta y gastando papel.
Sí, es cierto que el periodismo, como consecuencia lógica de su inmediatez, peca en ocasiones de superficial, pero la realidad es que quien trabaja en los medios es un profesional mucho más despierto, sagaz, astuto y sobre todo con mucho más sentido común para interpretar la realidad que esas tortugas mediócratas que se hacen llamar académicos, capaces de invertir un año en una investigación que no leerá ni el 1% de las personas que leen un reportaje mío y lo que es peor, ni siquiera tendrá trascendencia alguna en la dinámica social. Una nota mía por lo menos le indigesta el desayuno a un político, motiva a que tapen un bache o te da recomendaciones para que te vayas a vacunar contra el sarampión. En cambio, un estudio del Colef en el que se hable, por ejemplo, de la migración de las mujeres mixtecas a Baja California, no lo leerá nadie. Ni el adormilado funcionario federal que acude por compromiso a la presentación, ni el turbado estudiante que se rompe la cabeza para escribir una tesis igualmente infumable, ni mucho menos las indias mixtecas a las que alude el estudio en cuestión.
Hace algunos años, muchos en realidad, cuando yo era un estudiante, tenía más o menos una idea del rumbo que según yo tomarían los caminos de mi vida (que nunca han sido como imaginaba como dice una sabia canción vallenata). Imaginaba que mi existencia estaría destinada a ser la de una suerte de parásito intelectual que se dedicaría a coleccionar maestrías y doctorados a lo pendejo. Mi fuente de ingresos sería como “investigador” de alguna universidad y mis tiempos libres, que serían muchos, los dedicaría a viajar. Como siempre he tenido cierta facilidad para los conocimientos teóricos y una aceptable cultura general que me permite tener respuestas para casi todo, consideré que las canchas académicas serían una buena opción para mí e imaginaba que a estas alturas de mi vida me cargaría una buena cantidad de títulos de postgrado.
A los 22 años empecé a trabajar en un periódico con el único y muy específico objetivo de juntar una lanita tan rápido como fuera posible (no más de un año aseguré) para largarme a estudiar una maestría en lo que fuera. Ocho años después sigo trabajando en un periódico y apenas tengo tiempo libre. Mi título como licenciado en Ciencias Jurídicas lo recibí el 18 de mayo de 1996 y desde entonces no he vuelto a pisar un aula como alumno. Sí, lo acepto: Cada que voy a una Universidad siento nostalgia y un poco de envidia al ver a los estudiantes. En parte, me gustaría estar estudiando en este momento y la realidad es que me es materialmente imposible.
Pero por otra parte, cuando hablo con los académicos, con los “investigadores postgraduados” de una institución, siento una hueva insoportable y me cuesta mucho trabajo creer que alguna vez yo haya estado en la ruta de transformarme en un ser tan soporífero e inútil.
Acostumbrado como estoy al dinamismo y a la acción del tren periodístico, la vida de los académicos me parece similar a la de una gorda vaca rumiando en el pasto.
Yo estoy impuesto a la inmediatez, a andar en chinga, a trabajar de primera intención y sin pensar dos veces las cosas. La vida es hoy y se acaba hoy. Mañana es muy tarde. En cambio, los pinches académicos ahuevantes existen como si tuvieran todo el tiempo del mundo.
Hoy por la mañana fui a la UABC en busca de que alguno de sus “ilustres académicos” diera un punto de vista sobre la ruptura de relaciones entre México y Cuba. Primero fui al Instituto de Investigaciones Históricas. Un par de rucos dormían la mona tratando de mitigar el calor de la mañana. Les pregunté que pensaban del rompimiento con La Habana. El par de vejestorios amablemente me dijeron que ellos no investigaban la política actual, sino la historia antigua. Que tal vez podrían hablarme del hundimiento del Maine en 1898 y de José Martí (así me dijeron, no es broma). Fui a la Facultad de Economía y a la de Turismo y lo mismo. Todos los pinches maestros salían con un “no podría yo dar una respuesta aventurada”, “sería necesario investigar a fondo las circunstancias para no darle una idea superficial”, “ ¿Para cuando lo necesita?, mire, en dos semanas le puedo entregar algo..” - Lo necesito para ayer huevón de mierda, para este preciso momento. ¿Tanto estudiar y prepararse y encima pedir una o dos semanas? Todo para emitir una respuesta que yo mismo te puedo dar en este preciso momento, bien fundamentada y sin pensarlo demasiado.
Yo Daniel Salinas te puedo escribir en este instante si me lo pides un artículo bien fundamentado sobre la relación Cuba- México y la trascendencia histórica de este rompimiento. Te lo escribo en menos de una hora. Así de pelada. Es una apuesta para el que le entre.
No entiendo a los académicos. Están demasiado impuestos al ritmo del burócrata, a la pachorrez, a sus cetros de mediocracia universitaria. Me ha sucedido lo mismo con la gente del Colef. Bellas oficinas con vista al mar, enorme prestigio académico, miles de requisitos para entrar y un año entero para producir una soporífera investigación que sólo unos cuantos académicos leerán todo para revelarme algo que un mínimo de sentido común puede deducir. Una vez entrevisté a un pinche académico del Colef que hizo su mierdoza investigación acá con su Abstract, su metodología de investigación y sus fuentes bibliográficas en donde revelaba que Tijuana es una ciudad insegura, (válgame Dios, que gran descubrimiento) y que las autoridades han fallado en el combate a la delincuencia (me ha iluminado usted) El estudio en cuestión decía puras pendejadas. Con decirles que ni nota escribí, pues no encontré nada novedoso ni periodístico para proponer. Lo mismo sucede con sus estudios sobre migración y desarrollo regional. Pura y vil paja inservible, sin sustancia, sin novedad, sin trascendencia alguna. Con los politólogos ocurre la misma situación: Les preguntas (a los mismos de toda la vida, aquí sabemos bien quienes son y como se llaman) qué piensan de abstencionismo o de la video política y sueltan una verborrea mata- insomnios y al final te quedas en las mismas. Yo te puedo decir lo mismo, con similares fundamentos, con la gran diferencia de que yo sí lo hago interesante y ellos no.
Luego les pides alguna una cifra, un dato acá chacas, noticioso, carnoso y los pendejos siempre salen con sus inseguridades: “no podría... sería aventurado... no hay un estudio que lo fundamente”, y así se la llevan los huevones, viviendo del presupuesto, chupando sangre, durmiendo siesta y gastando papel.
Sí, es cierto que el periodismo, como consecuencia lógica de su inmediatez, peca en ocasiones de superficial, pero la realidad es que quien trabaja en los medios es un profesional mucho más despierto, sagaz, astuto y sobre todo con mucho más sentido común para interpretar la realidad que esas tortugas mediócratas que se hacen llamar académicos, capaces de invertir un año en una investigación que no leerá ni el 1% de las personas que leen un reportaje mío y lo que es peor, ni siquiera tendrá trascendencia alguna en la dinámica social. Una nota mía por lo menos le indigesta el desayuno a un político, motiva a que tapen un bache o te da recomendaciones para que te vayas a vacunar contra el sarampión. En cambio, un estudio del Colef en el que se hable, por ejemplo, de la migración de las mujeres mixtecas a Baja California, no lo leerá nadie. Ni el adormilado funcionario federal que acude por compromiso a la presentación, ni el turbado estudiante que se rompe la cabeza para escribir una tesis igualmente infumable, ni mucho menos las indias mixtecas a las que alude el estudio en cuestión.