Los comercios más visitados por mí, son las tiendas de discos y de libros. No pasa una semana sin que visite una.
No fue por azares del destino, sino por caprichos de mi deseo, que he laborado en estos dos géneros de comercio establecido.
Mi primer trabajo formal en nómina fue en una tienda de discos allá por 1991, concretamente en Zorba Interlomas en el Estado de México, a mis 17 años de edad.
Ganaba una mierda y sin embargo lo confieso: Fui feliz. Todos los compañeros éramos un reverendo desmadre.
En 1994, a mis 20 años de edad, laboré en la Librería Castillo de la Plaza San Agustín en San Pedro Garza García. Pensé que estar rodeado de libros todo el día haría mis horas felices pero me equivoqué. Ahí no fui feliz. Mis compañeras de trabajo eran dependientas amargadas que lo mismo podrían trabajar en una tienda de ropa, o de perfumes y que por casualidad les tocó jalar en un a tienda de libros donde se aburrían soberanamente y destilaban a pasto su amargura.
Mis fugares experiencias como trabajador y mis años de asiduo visitante, me han permitido establecer una diferencia clave entre los empleados de una librería y los de una tienda de discos:
Los que trabajan en una tienda de discos están siempre alerta para sorprender a un posible ladrón. Los que trabajan en una de libros se dedican a papar moscas con cara de insoportable estupidez.
Al que va a trabajar en una tienda de discos siempre lo educan para estar bien al tiro de los adolescentes, checar sus movimientos, ponerles marca personal. Por si fuera poco, a los discos les ponen alarma y a los propios empleados, como viles hampones, les checan las mochilas al salir de trabajar, por aquello de que no caigan en tentación. Y es que todo mundo quiere robarse un libro. A los empleados de librerías, en cambio, los educan para aburrirse monumentalmente. Después de todo nadie quiere robarse un libro. A esas tiendas sólo van doñas solitarias, poetastros incomprendidos, académicos acomplejados y madres de familia las atiborran en agosto para comprar libros de texto. Por fortuna, nadie cuenta con la existencia de algún hábil ladrón de libros, que ante las dependientas caza-moscas, son como gambeteros goleadores colándose al área y tirando al marco con una defensa tronca y amodorrada.
No fue por azares del destino, sino por caprichos de mi deseo, que he laborado en estos dos géneros de comercio establecido.
Mi primer trabajo formal en nómina fue en una tienda de discos allá por 1991, concretamente en Zorba Interlomas en el Estado de México, a mis 17 años de edad.
Ganaba una mierda y sin embargo lo confieso: Fui feliz. Todos los compañeros éramos un reverendo desmadre.
En 1994, a mis 20 años de edad, laboré en la Librería Castillo de la Plaza San Agustín en San Pedro Garza García. Pensé que estar rodeado de libros todo el día haría mis horas felices pero me equivoqué. Ahí no fui feliz. Mis compañeras de trabajo eran dependientas amargadas que lo mismo podrían trabajar en una tienda de ropa, o de perfumes y que por casualidad les tocó jalar en un a tienda de libros donde se aburrían soberanamente y destilaban a pasto su amargura.
Mis fugares experiencias como trabajador y mis años de asiduo visitante, me han permitido establecer una diferencia clave entre los empleados de una librería y los de una tienda de discos:
Los que trabajan en una tienda de discos están siempre alerta para sorprender a un posible ladrón. Los que trabajan en una de libros se dedican a papar moscas con cara de insoportable estupidez.
Al que va a trabajar en una tienda de discos siempre lo educan para estar bien al tiro de los adolescentes, checar sus movimientos, ponerles marca personal. Por si fuera poco, a los discos les ponen alarma y a los propios empleados, como viles hampones, les checan las mochilas al salir de trabajar, por aquello de que no caigan en tentación. Y es que todo mundo quiere robarse un libro. A los empleados de librerías, en cambio, los educan para aburrirse monumentalmente. Después de todo nadie quiere robarse un libro. A esas tiendas sólo van doñas solitarias, poetastros incomprendidos, académicos acomplejados y madres de familia las atiborran en agosto para comprar libros de texto. Por fortuna, nadie cuenta con la existencia de algún hábil ladrón de libros, que ante las dependientas caza-moscas, son como gambeteros goleadores colándose al área y tirando al marco con una defensa tronca y amodorrada.