Eterno Retorno

Thursday, April 15, 2004

Historias que de repente se me ha ocurrido escribir y nunca escribo. Historias que se niegan a transformarse en tinta.

Hay una mujer. Se llama Alexis Civilyan, pelo casi a rape, facciones demacradas. Un adolescente de 16 años, (debe tener un nombre horriblemente ordinario, imagino) rostro cacarizo, inocultable expresión de puñeto. Una chica, rayando en los 17, (¿se debe llamar Shirley?) émula fracasada de Britney Spears, ataviada de falsa cachondería. Los tres beben en la terraza de una marisquería en la Calle del Anzuelo en Puerto Nuevo una tarde de lluvia. A unas cuantas mesas de ellos un viejo murmura en silencio frases de odio. Son cuatro monólogos y acaso se agregue un quinto, que es el del propietario del restaurante.


Tiene 18 años. Se llama Alana. Está tendida sobre su cama (la litera de abajo por cierto) del minúsculo cuarto que ocupa en apartamento minúsculo en algún Infonavit de la Zona Este. Cae la noche. En ese momento, es la inauguración formal del supermercado donde a partir del siguiente día comenzará a trabajar como cajera. Ella, por supuesto, no está invitada. En la inauguración están el todo poderoso dueño del supermercado, acompañado del alcalde, y el obispo y el tope de lo tope y el todo de lo todo, los pavos que regodean sus plumas en lo más alto y que nunca después volverán a pararse en ese supermercado periférico destinado a un mercado proletario.


Un hombre muerto, que en vida fue un hippie integrante de los Dead Heads llega a Tijuana a ver su hijo, llamado Govinda, herencia inocultable de su afición hessiana. El hombre muerto camina por el canal empedrado del Río Tijuana. Sólo los tecatos pueden verlo. Su hijo es la más perfecta representación de un esclavo corporativo clasemierdero. El viejo un fantasma que retuerce sus greñas que ni muertas dejan de crecer.

En la calle deambula un niño calvo. Aclaro, no es un niño rapado a causa de piojos y liendres; es un niño calvo, rostro enfermizo, verdoso, mirada huraña, evasiva. Es de noche, siempre es de noche. El Centro está desolado, desde hace mucho está en completo abandono. Los enfermos se amontonan frente a una puerta de hierro pintada ¿de púrpura? Esperan su dosis. Desde adentro el Abad acecha.


Cuando la mujer que será asesinada esa noche despierta, el hombre que va a asesinarla aún duerme o mejor dicho, apenas se ha quedado dormido. Él hombre anda, en sus propias palabras, amanecido. La mujer, sea el día de su muerte o cualquier otro, se habría de cualquier manera levantado a las 8:00 de la mañana. Si bien su naturaleza es noctámbula, ha asimilado bien las obligaciones que le impone su nuevo empleo, aunque no puede evitar concederse trece minutos de modorra antes de tomar fuerzas de quien sabe donde para entrar a bañarse. El hombre empieza a caer en un sueño profundo y ya ni siquiera puede sentir el hormigueo en los brazos y pecho, tan propio de sus amaneceres, siempre antecedidos por veladas de Chivas y coca.



Esta ya la empecé a escribir y dice así: - Todo fue culpa del olor a gasolina. ¿Sabes? He escuchado por ahí que es afrodisíaco-
La madre mira al vacío y arrojando babas le devuelve algo parecido al inicio de una carcajada.
Ferdinand ríe nervioso, presa de ese dulce cosquilleo que lo invade cada vez que hace una confesión impúdica a su progenitora.
Los ojos enrojecidos de la señora Helena Coss, viuda de Zuazua, miran hacia la ventana y se pierden en la inmensidad del Pacífico. Ferdinand sigue riendo, tratando de recordar si la historia de los poderes afrodisíacos del olor a gasolina la inventó él mismo en medio de un ocioso desvarío o la leyó en uno de los píes de página de su libro de litografías de Tom of Finland. En realidad poco le importa conocer el origen de esa hipótesis. Después de todo, piensa Ferdinand, algo de afrodisíaco debe tener esa peste a combustible que lo ha acompañado a lo largo de toda su vida.