Un piso improbable, arrumbado ahí, en las orillas del caos. Una oscuridad imposible, un segundo de soledad nunca alcanzada. Serpiente enjaulada en un calabozo de tela.
Me vino a la memoria el romance más urbano de mi vida. Recordé aquella Primavera de 1992. Sucedía los miércoles, mi día de descanso en Discos Zorba, donde trabajaba por las tardes al salir de la prepa. Las travesías de Lomas del Olivo a la Jardín Balbuena con las neuronas demasiado bien colocadas. La asfixia en el metro, el deseo creciente. La llegada a ese oasis de las alturas que me parecía milimétrico. El rompimiento del hielo y la irrupción del deseo.
Me conoció a mis 17, en una de las etapas más decadentes de mi existencia. Yo era un consumado Sid Vicious en aquel último año de mi vida en la Gran Tenochtitlán. La conocí en una fiesta del Colegio Alemán. Vivía literalmente hasta casa de la chingada. Horas de metro, microbús e impaciencia me costaba el llegar hasta su puerta. Un depa pequeñito en un gigantesco Infonavit. Eran visitas extrañas. Me gustaba la ausencia de palabras y de explicaciones y la forma tan radical en que lo etéreo se volvía carnal. Inventamos un ritual que de una u otra forma se repetía en todos nuestros encuentros. Un simulacro de cogida salvaje pero con ropa, casi siempre de píe- La canción animal tiene razón: “No hay nada más dulce que el deseo en cadenas”. Créanme; era endemoniadamente delicioso venirse así. Con el tiempo la cosa se fue transformando en amistad y nos tomamos aprecio de viejos camaradas. La última vez que nos vimos fue una tarde de enero de 1997 en el patio de una unidad habitacional en Santa Fe. Nunca he vuelto al DF desde entonces ni hemos vuelto a saber uno del otro.
Me vino a la memoria el romance más urbano de mi vida. Recordé aquella Primavera de 1992. Sucedía los miércoles, mi día de descanso en Discos Zorba, donde trabajaba por las tardes al salir de la prepa. Las travesías de Lomas del Olivo a la Jardín Balbuena con las neuronas demasiado bien colocadas. La asfixia en el metro, el deseo creciente. La llegada a ese oasis de las alturas que me parecía milimétrico. El rompimiento del hielo y la irrupción del deseo.
Me conoció a mis 17, en una de las etapas más decadentes de mi existencia. Yo era un consumado Sid Vicious en aquel último año de mi vida en la Gran Tenochtitlán. La conocí en una fiesta del Colegio Alemán. Vivía literalmente hasta casa de la chingada. Horas de metro, microbús e impaciencia me costaba el llegar hasta su puerta. Un depa pequeñito en un gigantesco Infonavit. Eran visitas extrañas. Me gustaba la ausencia de palabras y de explicaciones y la forma tan radical en que lo etéreo se volvía carnal. Inventamos un ritual que de una u otra forma se repetía en todos nuestros encuentros. Un simulacro de cogida salvaje pero con ropa, casi siempre de píe- La canción animal tiene razón: “No hay nada más dulce que el deseo en cadenas”. Créanme; era endemoniadamente delicioso venirse así. Con el tiempo la cosa se fue transformando en amistad y nos tomamos aprecio de viejos camaradas. La última vez que nos vimos fue una tarde de enero de 1997 en el patio de una unidad habitacional en Santa Fe. Nunca he vuelto al DF desde entonces ni hemos vuelto a saber uno del otro.