Después de varias semanas de cargar bultos, poner tornillos, taladrar muros y ensamblar muebles, mi percepción del mundo se modifica radicalmente. Hace mucho rato que no incurro en uno de mis frecuentes espacios de escapismo literario, filosófico, futbolístico, metálico. Hace mucho que no empeño dos horas de mi vida en perder la mirada en los libreros de El Día sin un propósito determinado, para acabar comprando un libro que hasta un minuto antes ni siquiera deseaba. Hace mucho que Carolina y yo no nos sentamos a beber un vino tinto escuchando más de 40 discos distintos en una noche. Hace mucho que no me siento a leer como Satanás manda. Todas mis lecturas están interrumpidas. No he logrado leer más de 10 minutos seguidos en las últimas tres semanas. Eso me hace sentir raro, incompleto, como un tecato con malilla- En cambio, he realizado demasiado esfuerzo físico y he forzado mis neuronas a entender procesos motrices en los que no solía profundizar.
Durante estos días he intensificado mi trato con maestros albañiles, carpinteros, plomeros y mecánicos solo para concluir que me siento un reverendo inútil ante ellos. Estos señores poseen conocimientos reales, absolutos, tan verdaderos como el calor, la lluvia o el dolor. Yo en cambio tengo en mis manos un montón de excremento intelectual. Es cierto, nunca he pretendido que el trabajo intelectual tenga alguna utilidad. La cuestión es que en las semanas recientes me ha quedado demasiado clara su absoluta intrascendencia, su condición vergonzante de ocio puro. No sé porque la gente elogia el hábito de la lectura o la escritura. Tampoco sé las razones por las que algunos se empeñan en promoverlo. En realidad no sirve de una chingada. A menudo, la gente hipócrita arroja flores sobre mis supuestas virtudes de lector: “Que bueno que tú leas, a mí me gustaría leer tanto como tú”. La verdad no se los recomiendo. La razón por la que yo leo y escribo es por puro principio hedonista. La lectura y la escritura son actividades terriblemente egoístas. Ignoro a los demás y solo pienso en mi propio placer. Leo y escribo como quien se masturba, como quien es adicto a la heroína. ¿Qué provecho le puedes sacar al placer? El placer mismo, ese es el único. Ni siquiera tienes prisa por consumar nada. Al contrario, deseas eternizar el instante, maximizarlo, carpe diem total. Yo soy terriblemente egoísta y por ende terriblemente inútil. Mi excremento intelectual apesta frente a los conocimientos concretos de un señor maestro albañil que sabe la mezcla exacta de grava, cemento y arena que lleva un muro. Ante ellos soy nadie. A ver ¿De qué carajos te sirve despreciar doctamente una traducción de Kafka en Promolibro, si no sabes cómo colocar una mezcla de redimix en los hoyos de un muro? ¿Influye una mierda que disertes sobre la obra de Bellatin como la frontera de la post narrativa, si no tienes idea de cómo colocarle la broca a un taladro? A la mierda con lo intelectual. La pasión literaria no tiene nada de virtud y sí mucho de vicio. A los cuatro años mi madre me enseñó a leer. La cosa me gustó y desde entonces hasta ahora me he dedicado a embarrar mis ojos de letras pintadas en papel sin ningún propósito utilitario. He empeñado muchísimas horas de mi vida en esta práctica onanista que hasta ahora no me ha reportado beneficio alguno. Ni siquiera (y por fortuna) soy profesor de literatura, ni promotor cultural, ni he presentado un libro. Escribo por mero afán una columna semanal en su suplemento cultural por la que no me pagan (a mí solo me pagan por escribir una columna política y hacer reportajes de alto impacto) y si alguien me pregunta si me gustó tal o cual libro, simplemente le digo la verdad. Hasta ahí llega mi activismo cultural. Soy un lector silencioso, incomunicativo, que en el fondo desprecia lo que hace y se siente avergonzado de no ser un albañil. Un incurable adicto a la literatura que está horrorosamente consciente de la pestilencia que emana de todo aquello que se pretende literario.
Pese a que mis padres tienen una endemoniada habilidad para la carpintería, la manualidad y la invención (de hecho poseen un taller de carpintería afuera de su casa) yo soy una absoluta nulidad para todo aquello que requiera coordinación motriz.
Hoy estoy convencido: si algún día el periodismo me deja un tiempo libre, lo utilizaré en ir a estudiar a una escuela de mecánica. Aprenderé a abrir un carburador o a soldar un mofle en lugar de malgastar mi vida con un libro de Bernhard. Los sábados me emplearé como aprendiz de albañil en una construcción o me instruiré, a costa de cercenarme los dedos, en el magnífico arte de hacer danzar con maestría una cierra caladora o un serrucho. Sin duda será de mayor provecho que leer por enésima vez El Aleph o creerme un boyardo en la Avenida Nevski cuando dedico mi tiempo a Gogol.
Intelectuales del mundo: sois los entes más prescindibles, aburridos e inútiles de la Creación. Esa es mi reflexión. Esa es hoy mi verdad absoluta. Debo limpiar mi mente de excremento literario ¿Me será posible? Yo creo que no. Ya valí madre. Estoy condenado a la inutilidad-
“Nada nos van a dar la cultura ni el que la parió, joder, hombres del saber, ios a cagar”- La Polla Records, Balada inculta (Ellos dicen mierda, nosotros amén)
Durante estos días he intensificado mi trato con maestros albañiles, carpinteros, plomeros y mecánicos solo para concluir que me siento un reverendo inútil ante ellos. Estos señores poseen conocimientos reales, absolutos, tan verdaderos como el calor, la lluvia o el dolor. Yo en cambio tengo en mis manos un montón de excremento intelectual. Es cierto, nunca he pretendido que el trabajo intelectual tenga alguna utilidad. La cuestión es que en las semanas recientes me ha quedado demasiado clara su absoluta intrascendencia, su condición vergonzante de ocio puro. No sé porque la gente elogia el hábito de la lectura o la escritura. Tampoco sé las razones por las que algunos se empeñan en promoverlo. En realidad no sirve de una chingada. A menudo, la gente hipócrita arroja flores sobre mis supuestas virtudes de lector: “Que bueno que tú leas, a mí me gustaría leer tanto como tú”. La verdad no se los recomiendo. La razón por la que yo leo y escribo es por puro principio hedonista. La lectura y la escritura son actividades terriblemente egoístas. Ignoro a los demás y solo pienso en mi propio placer. Leo y escribo como quien se masturba, como quien es adicto a la heroína. ¿Qué provecho le puedes sacar al placer? El placer mismo, ese es el único. Ni siquiera tienes prisa por consumar nada. Al contrario, deseas eternizar el instante, maximizarlo, carpe diem total. Yo soy terriblemente egoísta y por ende terriblemente inútil. Mi excremento intelectual apesta frente a los conocimientos concretos de un señor maestro albañil que sabe la mezcla exacta de grava, cemento y arena que lleva un muro. Ante ellos soy nadie. A ver ¿De qué carajos te sirve despreciar doctamente una traducción de Kafka en Promolibro, si no sabes cómo colocar una mezcla de redimix en los hoyos de un muro? ¿Influye una mierda que disertes sobre la obra de Bellatin como la frontera de la post narrativa, si no tienes idea de cómo colocarle la broca a un taladro? A la mierda con lo intelectual. La pasión literaria no tiene nada de virtud y sí mucho de vicio. A los cuatro años mi madre me enseñó a leer. La cosa me gustó y desde entonces hasta ahora me he dedicado a embarrar mis ojos de letras pintadas en papel sin ningún propósito utilitario. He empeñado muchísimas horas de mi vida en esta práctica onanista que hasta ahora no me ha reportado beneficio alguno. Ni siquiera (y por fortuna) soy profesor de literatura, ni promotor cultural, ni he presentado un libro. Escribo por mero afán una columna semanal en su suplemento cultural por la que no me pagan (a mí solo me pagan por escribir una columna política y hacer reportajes de alto impacto) y si alguien me pregunta si me gustó tal o cual libro, simplemente le digo la verdad. Hasta ahí llega mi activismo cultural. Soy un lector silencioso, incomunicativo, que en el fondo desprecia lo que hace y se siente avergonzado de no ser un albañil. Un incurable adicto a la literatura que está horrorosamente consciente de la pestilencia que emana de todo aquello que se pretende literario.
Pese a que mis padres tienen una endemoniada habilidad para la carpintería, la manualidad y la invención (de hecho poseen un taller de carpintería afuera de su casa) yo soy una absoluta nulidad para todo aquello que requiera coordinación motriz.
Hoy estoy convencido: si algún día el periodismo me deja un tiempo libre, lo utilizaré en ir a estudiar a una escuela de mecánica. Aprenderé a abrir un carburador o a soldar un mofle en lugar de malgastar mi vida con un libro de Bernhard. Los sábados me emplearé como aprendiz de albañil en una construcción o me instruiré, a costa de cercenarme los dedos, en el magnífico arte de hacer danzar con maestría una cierra caladora o un serrucho. Sin duda será de mayor provecho que leer por enésima vez El Aleph o creerme un boyardo en la Avenida Nevski cuando dedico mi tiempo a Gogol.
Intelectuales del mundo: sois los entes más prescindibles, aburridos e inútiles de la Creación. Esa es mi reflexión. Esa es hoy mi verdad absoluta. Debo limpiar mi mente de excremento literario ¿Me será posible? Yo creo que no. Ya valí madre. Estoy condenado a la inutilidad-
“Nada nos van a dar la cultura ni el que la parió, joder, hombres del saber, ios a cagar”- La Polla Records, Balada inculta (Ellos dicen mierda, nosotros amén)