Adiós Paul, esta noche nos arrulla la música del azar
Hace un
mes, cuando empecé leer Baumgartner frente a un arcoíris que coronaba la pista
del aeropuerto de Tijuana, me poseyó la canija saudade de un tristísimo adiós.
De una forma u otra, sabía que estaba leyendo el libro de un creador que se
estaba despidiendo del mundo con su novela casi póstuma. Después de Baumgartner
no ya habría más. Abril se quedó guardado en un cajón y en el último día el
cáncer nos arrebató a Paul Auster. En la vida uno lee cientos o miles de
libros, pero solo unos cuantos autores se vuelven compañeros de viaje
permanentes. Paul Auster fue uno de ellos. Hay una etapa de mi vida que está irremediablemente
marcada por su obra. Fue el creador que marcó mis últimos veinte y todos mis
treinta.
La primera década del
Siglo XXI fue radicalmente austeriana para mí.
Del 2001 al 2012 el de Brooklyn fue mi terquísimo e inseparable compañero de
viaje. Empecé con El país de las últimas cosas, seguí con Ciudad de cristal y
“de ahí pal real”. Agarré camino y no paré hasta leer su obra completa. Sí, ya he leído a Roth, a Pynchon, De
Lillo, Cormac McCarthy, Foster Wallace, bla, bla, bla. Puedes perorar misa. A
mí el único escritor estadounidense contemporáneo que me marcó la vida se llama
Paul Auster. Punto.
Un día de 1976, el
joven Paul Auster compró en 40 dólares una vieja máquina de escribir marca
Olympia modelo 1962. En ese artefacto de segunda, casi de desecho, Auster escribió
su obra completa. Novelas, ensayos, guiones de cine han salido de esa vieja
máquina a lo largo de casi 50 años. De ese cacharro brotó un río de letras en
el que a la fecha sigo navegando y que marcó las coordenadas creativas de mi
vida adulta
El misterioso engranaje
que mueve mi máquina creativa y el eje sobre el que gira mi compulsivo arado de
mares está tocado a perpetuidad por la esencia austeriana: la omnipresencia de
la aleatoriedad, las paralelas historias de lo que pudo haber sido brotando
como muñecas rusas, las probables vidas no vividas y la improbable vida que
vivimos escrita como un pie de página. La música del azar en concierto. Sin
esas obsesiones simplemente yo no escribiría.
Un día inventaste la
soledad o la soledad inventó tu catarsis creativa cuando murió tu indescifrable
padre y te fuiste con Anna Blume a mirar los saltos de los suicidas en el País
de las últimas cosas y acaso esta madrugada el teléfono irrumpa tres veces en
la habitación a oscuras y como Quinn contestaré con la certidumbre de que nada
es real excepto el azar. Acaso como Marco Stanley Fogg me ponga construir un
palacio en la Luna mientras vago por las calles de una ciudad de cristal con un
cuaderno rojo bajo el brazo y llamo a la puerta de una habitación cerrada donde
me aguardará el oscuro Fanshawe que pude ser mientras leo el Gatsby en Sunset
Park y trazo ocultas cartografías en el pavimento, porque solo navegando por la
vida con Auster dimensioné las calles que recorro todos los días como el lugar
más extraño e indescifrable del mundo donde un día puedes volar en mil pedazos
como Benjamín Sachs.
“Piensas que nunca te
va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona a quien jamás
ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual
que le suceden a cualquier otro”. Así te sucedió Paul y así me sucederá. Te preguntas ¿Cuántas mañanas quedan? Se ha
cerrado una puerta. Otra se ha abierto. Irrumpe el invierno en primavera. Esta
noche nos arrulla la música del azar-