Vivan para ver el amanecer tras esta larga noche
La noche del 22 de
febrero de 1942, en una casa de Petrópolis en las cercanías de Río de Janeiro,
Stefan Zweig y su esposa Lotte se reúnen para cenar. El menú es un coctel de
barbitúricos. Frente a la oscuridad creciente de un mundo intolerante, la
autoinmolación es la única puerta de escape. El escritor austriaco mira con
horror el avance imparable del nazismo mientras la humanidad se sumerge en un
pozo de mierda y sangre. Imposible permanecer indiferente ante su nota suicida:
"Prefiero,
pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo
trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal,
su más preciada posesión en esta tierra”. A sus deudos les pide: “Vivan para
ver el amanecer tras esta larga noche".
En la despedida de
Zweig encuentro una declaración de principios que no caduca, perfectamente
aplicable a nuestra oscura época. Releo El Mundo de Ayer y reparo en la
fatalidad del Eterno Retorno. Cuando la luz del libre pensamiento y la razón
parecen ganar terreno, brota el oscurantismo y la intolerancia, la epidemia del
pensamiento único y la fuerza bruta.
Ninguna obra como El Mundo de Ayer refleja con tal claridad a la ilusa humanidad de principios del Siglo XX. El positivista ser humano de la Belle Époque se creía un alumno aventajado de la Historia, alguien vacunado contra los infortunios de la guerra y el fanatismo. En los primeros meses de 1914, nadie en el mundo occidental hubiera concebido en su visión más infernal el gran altar de sacrificios en que se transformó el Siglo XX. Nadie en la bucólica Viena de Klimnt hubiera creído posible un Hitler, un Stalin o un hongo atómico sobre Hiroshima. La humanidad, creían los alumnos de Comte, había aprendido de sus errores. El Siglo XX fue “rico” en Apocalipsis diversos. No se llegó al final de la raza humana, pero sí a la completa devastación de culturas y formas de vida. Cuando creemos que la humanidad ha domado a sus ancestrales pesadillas, renacen de sus cenizas nuestros añejos jinetes apocalípticos y nosotros demostramos con nuestras reacciones ser no tan distintos al hombre medieval. A 80 años de la muerte de Zweig y Lotte, he aprendido que el oscurantismo es cíclico pero siempre acaba por sucumbir.
Aun cuando parece que los fanáticos y los devotos del dogma y el pensamiento único sientan sus reales en este mundo, siempre se asoma en el horizonte la iluminación del libre pensamiento. Vivan para ver el amanecer tras esta larga noche