Desahogo revolucionario
Por Daniel Salinas Basave
Esa maestra de la vida llamada Historia nos ha enseñado algunas cosas. Una de ellas es que las revoluciones armadas suelen ser vil plomo mal gastado en pieles inocentes; cuerpos de carne y hueso inmolados en altares de ideas abstractas. A menudo las revoluciones armadas se limitan a sustituir dictaduras y a cambiar el estilo personal del totalitarismo y la injusticia. Queda claro que frente al tiránico despotismo de Stalin, los zares Romanov acaban por parecer corderitos mientras que Mao y su revolución cultural harían palidecer al más cruel de los emperadores chinos. En México, el millón de muertos que costó nuestra glorificada revolución se tradujo en la sui generis dictadura partidista tricolor, tal vez no tan perversa como el estalinismo, pero sí corrupta y antidemocrática. Hay siempre un momento en que las revoluciones tuercen el camino e irremediablemente se pudren. En ese río revuelto siempre hay un pescador oportunista que se queda con el botín. Si la Historia, como pretendía el marxismo, tuviera leyes propias de ciencia exacta, una fórmula infalible sería la del irremediable proceso de descomposición y podredumbre de todo movimiento armado. Pero en contraparte podría enunciarse una ley con casi el mismo nivel de exactitud que se refiriera a ese espontáneo momento orgásmico que puede llegar a vivir una revolución en sus comienzos. Con toda su carga de intereses políticos a cuestas, hay revoluciones que inician como idilios, auténticos desahogos casi animales. La revolución surgida como la reacción natural de un ser vivo que se siente aplastado, sofocado, adolorido. La revolución no como un proceso político y militar debidamente planeado por la cúpula de un movimiento, sino como un estallido de furia, de un coraje propio de todo ser con sangre en las venas. Antes de que llegaran Lenin y los bolcheviques, la Revolución Rusa de 1917 comenzó con saqueos desesperados a las panaderías por parte de un pueblo que se moría de hambre y frío mientras sus tropas se desangraban en las trincheras de la Primera Gran Guerra Mundial. Sin líderes ni causas políticas de por medio, los habitantes de Petrógrado y Moscú simplemente tenían hambre, ese sentimiento tan concreto y universal que puede motivar a un ser humano o a un animal a desafíos extremos. Los soldados encargados de defender a la monarquía estaban tan hambrientos como el pueblo y en lugar de reprimirlos se sumaron a los saqueos y al zar Nicolás II no le quedó otro remedio que abdicar. Así las cosas, una revuelta de hambruna hizo pedazos en tan solo una semana tres siglos de dinastía Romanov. Cierto, después llegarían los bolcheviques y más tarde subiría al poder Stalin para encargarse de pudrir cualquier vestigio de idilio revolucionario, pero ese instante de espontánea furia popular sin liderazgos fue absolutamente necesario para derrumbar a un sistema. Antes de Robespierre y la guillotina, la Revolución Francesa estalló con los saqueos de un pueblo muerto de hambre y aplastado por cargas fiscales absurdas. Otro ejemplo de furia espontánea que fue capaz de hacer pedazos a un gobierno, fue el “argentinazo” de diciembre de 2001 que derrocó a Fernando de la Rúa para inaugurar una pasarela de monigotes que desfilaron por la Casa Rosada hasta culminar con la llegada de Néstor Kirchner. “Que se vayan todos” fue el grito de aquel 20 de diciembre, producto no de un liderazgo concreto, sino de un hartazgo social que simplemente reventó como revienta un oído que duele. Desde la cómoda lejanía de nuestras pantallas observamos las revoluciones del mundo árabe e instalados en nuestra zona de confort miramos la Plaza Mayor de España atiborrada de jóvenes inconformes con su destino de desempleados perpetuos. Un cuerpo vivo reacciona ante el hambre, ante el dolor, ante la asfixia. No se requieren caldos ideológicos ni recetas políticas para generar esa reacción inmediata que ha llegado a despedazar sistemas. En México no hemos vivido todavía un magno movimiento social espontáneo que haya acabado con un régimen. Tal vez el movimiento del 68 tuvo algunas dosis de juvenil espontaneidad, pero jamás llegó a hacer tambalear a Díaz Ordaz cuyo derrocamiento, por cierto, no estaba en el modesto pliego petitorio de los estudiantes. En el México del Siglo XIX nos dedicamos a coleccionar revueltas, cuartelazos y revoluciones que para nada fueron espontáneos ni masivos, sino producto de grillas militares que tan solo sirvieron para desunir y desmembrar al país mientras Santa Anna iba y venía entre centralismos y federalismos. Nuestro gran movimiento armado del Siglo XX tampoco fue muy espontáneo que digamos. Después de todo, Madero puso fecha y hasta hora exacta en su Plan de San Luis. Este movimiento que costó un millón de vidas, engendró el muralismo y la novela revolucionaria, pero no trajo ni la democracia ni la justicia social. Aunque la maestra Historia nos ha enseñado con múltiples ejemplos lo inútil de todo movimiento armado, confieso que en estos días me asalta muy a menudo la sed y el ansia del desahogo revolucionario, como si un oído me estuviera matando de dolor y quisiera que reventara de una vez por todas, como si deseara quitarme de encima una bota que me aplasta la cara. De acuerdo, una revolución no servirá de nada y solo traería más atraso al País, pero al ver tal modorra mediocre a nuestro alrededor, al ver al sistema exprimirnos como limones mientras la aguja de la gasolina cae irremediablemente al vacío mientras el saldo en la cuenta se agota junto con las esperanzas, uno desea tener la reacción lógica de un cuerpo que siente dolor, hambre, asfixia. La humanísima reacción de coraje de alguien que se siente pisoteado y agredido.