Las alamedas están pelonas, grafiteadas e infestadas de basura
Retornaron
los libros, las canciones que quemaron las manos asesinas, pero no veo al
pueblo renacer de su ruina.
El
11 de septiembre de 1973 yo ya estaba en el vientre de mi madre pero ella aún
no se enteraba. Asumo que ese día hizo calor en Monterrey y me consta (porque
he consultado las hemerotecas) que los opinólogos de la prensa regia y los
empresarios del Grupo Monterrey celebraron la caída de Allende. Seis días
después sería asesinado Eugenio Garza Sada y el odio a todo lo que oliera a
socialismo se exacerbó en mi ciudad natal.
Del
sangriento septiembre chileno me enteré hasta sexto de primaria gracias a los
libros de texto de hechura echeverrista. Lo más triste del asunto fue que
cuando tuve conocimiento de esa terrible historia, Pinochet seguía gobernando
Chile. Los malos habían ganado y seguían tronando sus chicharrones. Tampoco
olvido que Baltasar Garzón mandó aprehender a Pinochet justo el día en que puse
por primera vez un pie en Baja California
Con
sus senderos de traición, el 11 de septiembre chileno tiene todos los elementos
de una tragedia shakespeareana.
Creo
que Allende se sabía destinado al martirio y aceptó estoico su destino de
víctima en el altar sacrificial.
La
escena del bombardeo de la Moneda es siniestramente teatral, acaso la más
representativa estampa del doloroso vía crucis latinoamericano.
Más
allá de filias y fobias, me queda claro que Pinochet y sus patrocinadores de la
CIA desataron una carnicería innecesaria. Allende habría caído mucho más
temprano que tarde pues su gobierno ya no podía sostenerse y creo que la
derecha habría podido retornar al poder sin mancharse las manos de sangre.
Carol
y yo visitamos el Palacio de la Moneda cuando se habían cumplido 35 años del
golpe. Traté entonces de imaginar los muros derruidos, el fuego asomando por
las ventanas, las avionetas y helicópteros escupiendo bala desde el cielo gris,
pero ese diciembre de 2008 se respiraba una calma chicha en Santiago.
Recuerdo
que ese día se estaba celebrando un torneo internacional de futbolito infantil
en unas canchas montadas en la parte trasera del palacio.
Michelle
Bachelet gobernaba Chile y durante nuestro viaje conocimos a más de un
apologista de Pinochet.
Encajonada
entre los cerros, Santiago nos pareció de entrada una ciudad recia, acaso algo
hostil y con cierta vocación estoica, aunque pronto descubrimos lo divertida
que puede ser. Nunca hemos vuelto desde entonces.
Me
cuesta dimensionar si medio siglo es mucho o poco tiempo. En cierta forma, los
muros de la Moneda siguen estando en llamas. Los latinoamericanos no parecemos
aprender de tantísima sangre derramada. Políticamente somos adictos a las montañas
rusas, como desquiciados péndulos oscilantes entre los extremos. Nos seducen
los discursos tremendistas y los merolicos redentores. Tal vez hoy no vemos
militares traidores sacando a bombazos a un gobierno democráticamente electo,
pero estamos infestados de caudillos ególatras. Somos la región más violenta
del planeta y hemos cambiado las dictaduras por narcoestados. Deberíamos estar
curados de espanto, pero hay Bolsonaros, Bukeles, Maduros y Milleis que aún
enamoran a millones y hoy los Nixons y Kissingers son burdos Trumps y DeSantis.
Tal vez volvieron a abrirse las grandes alamedas, pero hace tiempo que talamos
sus álamos a hachazo limpio. Las alamedas están pelonas, grafiteadas e
infestadas de basura y aunque seas un hombre libre, si entras ahí te asaltan.
No solo Santiago, sino Latinoamérica entera está ensangrentada y nomás no
renace el pueblo de su ruina.
Pd-
Nunca lo olviden: el 11 de septiembre siempre amanece temprano.