Caminamos por Panamá, tan parecido al negruzco mercadito ensenadense, tan antihigiénico y repleto de moscas, entre oscuros pasillos encharcados y ofertas de diversa podredumbre. Después la obviedad: el canal aguardándonos para la selfie, sin más atractivo de que el de un recinto portuario cualquiera con techos de lámina y cagaderos de gaviota. Tan delgada resulta esta tripita de América, que hacer a pie y a la inversa el recorrido de Balboa tan solo llevaría unos minutos. Cuestión de caminar un poco y saldremos a la Ciudad de Colón, le dije a la Cone; la ciudad del Varamo de Aira, la orilla atlántica. Había puestos de baratijas diversas, platería para mojigatos, chucherías de india gorda y en esas andábamos cuando la mole irrumpió, un Leviatán encarajado entre el óxido de los barcos chatarra, un paquidermo capaz de sumergirse con rapidez inusitada en una improbable profundidad. La cámara, como siempre, a paso de tortuga, con la amodorrada clave de los seis dígitos espetándome la imposibilidad de ser cazador de imágenes al vuelo. No tomé la foto de la bestia leviatánica, acaso un hipopótamo sobre alimentado y prófugo de la hacienda Nápoles. A mí me urgía llegar al otro litoral para presumir nuestra foto en la costa atlántica, pero de pronto yacíamos en el más o menos modesto cuarto que Donald Trump compartía con un par de chilpayates, (acaso sus nietos) vestidos con la anticuada formalidad de los cristianos del cinturón bíblico. Acaso desde nuestra ventana se distinguían a lo lejos esos panameños rascacielos que son pura carcaza, pulcras lavanderías de dólares ensangrentados y algo recordaba sobre la novia del Fede y el materialismo de los panas, el Chorrillo y la roja selección canalera (aunque esto último ya es de mi cosecha). Acaso hoy, a media mañana, huelo aún a aguas puercas del canal y me embarrado de pura esencia Costaguana.
Thursday, June 06, 2019
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