Bajo las sombras del puerto de Hamburgo, las furtivas luces rojas inmolaron el lastre de mi castidad. Entre náufragas borracheras proletarias y baratas dosis de lujuria no tan ampliamente recompensada, encontré algo parecido al hedonismo vedado a mi familia en Aalborg. Casi de inmediato debí pagar la venérea factura de mis correrías mientras recorría los puertos del Báltico. El pene me ardía, mis músculos se atrofiaban y los mil demonios del mal vodka me hablaban al oído en las insomnes madrugadas de tormenta.
Al cumplir 30 años, mi existencia de marino pobre oscilaba entre Goteborg y Riga, sin plantearme siquiera la alternativa de desafiar los límites de los mares conocidos, hasta que una noche en alcoholes inflamada en un tugurio de Ystad, un viejo marino tuerto me habló de un barco en donde podían ofrecerme algo más que una raya de hambre. Claro, no se trataba de ir a descargar bultos a Hamburgo o Danzig, sino de seguir la ruta de los vikingos e ir más allá del mundo conocido, más lejos de Islandia, a desafiar témpanos asesinos e inundarse de auroras boreales. En aquel entonces la vida no me sonreía y había caído en cuenta que no existía peor infierno que mis dolores genitales y la resaca del vodka letón en los amaneceres prostibularios.
Tuesday, December 18, 2018
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