Un poco de ese cuento que aún no sé si llamar Sveltana o Partisano
Tu vida empezó a valer la pena ser vivida. Estrella Roja ganaba y goleaba, el equipo nacional de Yugoslavia marchaba viento en popa rumbo al Mundial de Italia 90, tus nuevos amigos eran un derroche constante de cervezas, putas y noches largas en los antros caros de Belgrado. Seguiste visitando la finca campestre una o dos veces al mes, perfeccionaste tu técnica como tirador y en lo que te pareció una caricia del cielo, Arkán mismo elogió tus progresos con el AK-47 en brazos. Arkán estaba orgulloso de ti y Arkán era Serbia.
Pocas semanas después, Arkán llegó a la finca a decirles que se prepararan pues el gran día de la patria había llegado. Irían todos juntos hasta el Campo de los Mirlos a apoyar al Gran Líder a conmemorar seis siglos de la batalla de Kosovo. Como todo joven serbio, en la escuela te hicieron memorizar la fecha de esa batalla en donde las tropas serbias acaudilladas por el príncipe Lazar, perdieron contra los invasores otomanos del sultán Murat. Para ti era simplemente una historia aburrida más que nada tenía que ver con tu vida. Para Arkán y para tus compañeros era una herida abierta, una afrenta que 600 años después aun debía ser lavada. Abordaron un camión que los condujo hasta un gran valle en donde se había reunido una multitud. Nunca, ni siquiera en los derbis de Estrella Roja contra Partizán habías visto una concentración humana tan enorme. Parecía que toda Serbia estaba concentrada en ese campo donde escucharían a su líder. Al tipo aquel lo habías visto cientos de veces por televisión y te aburría. A través de la pantalla te parecía tan patético y soporífero como todos los políticos y jamás le había dedicado un minuto de tu atención. Hoy las cosas eran diferentes. Hoy el mensaje de ese líder te estaba tocando una fibra. Slobodan Milosevic te estaba hablando a ti, Pedrag Jerkovic, que te habías fundido en esa masa, una colectividad que frente al líder era un solo cuerpo, un solo ideal, una sola voluntad férrea e indestructible.
No hay nada más contagioso que el éxtasis multitudinario. Es imposible permanecer hierático e indiferente cuando se está inmerso en un tumulto enfervorizado que celebra una presencia como si se tratara de una aparición divina. En aquel valle rodeado de toda esa gente extasiada y enardecida con cada frase pronunciada por el máximo líder de la nación, tú estabas encontrando tu misión en la vida. Hacía muy poco tiempo estabas agonizando en un charco de mierda, sangre y cerveza con el futuro cancelado, pero esa tarde en el Valle de los Mirlos te sentías un inmortal guerrero serbio, dispuesto a vengar las afrentas y humillaciones que seis siglos atrás sufrió tu patria.