¿Más elogio del viene-viene?
Los tiempos dejaron de sonreírte. La idílica bonanza de los 90 se desmoronó con las Torres Gemelas y la Guerra de Irak. Al final de la primera década del milenio quedaba por herencia el fantasma de la palabra recesión flotando en al aire, espectros de conceptos y sustantivos basados en inciertos puntos porcentuales de unas pantallas cuyo funcionamiento nunca entendiste, pero que en tu día a día se tradujeron en menos horas de trabajo y muchos menos dólares en tu cartera. Cuando estaba por iniciar la segunda década, parecía que nadie en todo California requería los servicios de un chalán de albañil, pues no había una sola construcción nueva en muchas millas a la redonda y las familias más bien parecían estar aferradas a salvar sus hipotecadas viviendas. Bordeando los límites de la pobreza alimentaria, empezaste a desarrollar toda clase de empleos, demasiado rudos para tus más de 40 años. Acabaste luxado una mañana de lluvia mientras cargabas bultos paquidérmicos en una mudanza donde te habías alquilado como cargador a cambio de lo que quisieran darte. Lesionado y sin dinero, hiciste lo imposible por hacer valer ante quien fuera posible tu incierta condición de padre de una incierta criatura estadounidense y hacerle ver al mundo que llevabas demasiados años viviendo en ese país como para no tener derecho a un servicio sanitario y una indemnización por lesión. Nada. Cuando finalmente una redada del Servicio de Inmigración te sorprendió en las cercanías del Consulado de México Oakland, pensaste que después de todo no era tan mala idea que una tremenda patada en el culo te arrojara directo y sin escalas hasta México. Solo hasta que el frío de una madrugada de febrero te sorprendió desamparado y tembloroso en una calle de Otay en Tijuana, entendiste que el resto de tu vida comenzaba esa noche y que nada prometedor había en tu futuro.