Huele a espíritu hessiano Por Daniel Salinas Basave. Publicado en El Informador
A menudo me preguntan cuál es mi autor favorito o el que más ha influido en mi vida y mi respuesta es que eso depende de la época de la vida. Si me preguntan por la última década de mi existencia, el autor al que he leído más regular y diría hasta obsesivamente es sin duda Paul Auster. Les diría que ayer concluí un libro buenísimo, Windows on the World, del francés Frederic Beigbeder, sin duda uno de los dos mejores que he leído en lo que va del año junto con La Carretera de Cormac McCarthy. Si de niño alguien me hubiera preguntado por mis libros favoritos, les habría dicho que las historias de caballeros medievales o las novelas de aventuras estilo Robin Hood o los relatos de corsarios de Emilio Salgari. Ahora que si alguien me hubiera preguntado en la adolescencia por mi autor de cabecera, la respuesta hubiera sido una sola y la habría dado sin dudas ni rodeos: Hermann Hesse. La realidad es que sus libros moldearon mis pensamientos e ideas en aquellos años de caos interior e incertidumbre emocional. El 9 de agosto se cumplió medio siglo de la muerte de este Premio Nobel alemán, que hubiera cumplido 135 años el pasado 2 de julio. A Hesse, más que a ningún otro autor, lo asocio a un momento de la vida y a un estado interior irrepetible. Lo leí con devoción de los doce a los veinte años y después simplemente lo fui dejando de leer. No abjuro de su lectura ni minimizo lo mucho que me influyó en su momento, pero si lo releo a esta edad y con este kilometraje bibliófilo a cuestas, me doy cuenta que me es imposible volver a sentir lo experimentado a finales de los ochenta, aunque sus libros hayan determinado y encausado el rumbo de muchas ideas. Vaya, Demian es el padre de mi ateísmo y siempre he dicho que la figura más coherente y creíble de dios que he encontrado se llama Abraxas. No he olvidado que gracias a Hesse, del que mi madre era lectora, estuve a punto de llamarme Demian y no Daniel y que si al final optaron por la segunda opción, fue porque una canción de Elton John pudo más que la gran novela hessiana. Fue en el verano de 1986, después del mundial mexicano, cuando entré en contacto con Hesse durante unas vacaciones en la Isla del Padre. Ahí leí Demian y empecé a sentir como mío el drama de Sinclair atormentado por Franz Kromer. Después cayó en mis manos El Lobo Estepario y al igual que miles de adolescentes solitarios me sentí y me creí la reencarnación de Harry Haller. Recuerdo una tarde de lluvia en un viaje en autobús de Tlaxcala a la Ciudad de México leyendo el Siddharta o el Tres Momentos de una Vida y Bajo la Rueda que saqué de una biblioteca pública. Recuerdo los irrepetibles instantes en que leí esos libros y los fantasmas que infestaban mi cabeza y siento en sus páginas el olor de espíritu adolescente.