Eterno Retorno

Tuesday, December 28, 2010


Cuando a la Cucaracha se le agotó la mariguana

Por Daniel Salinas Basave

El que a la Cucaracha le faltara y no tuviera mariguana que fumar, no era un asunto menor en tiempos de la Revolución Mexicana. Los corridos y las coplas populares dicen más verdades que la docta historiografía colegiada y lo cierto es que la adicción de la Cucaracha, cuya falta le provocaba no poder caminar, fue de lo más popular entre las tropas revolucionarias. Materia de otro debate es ponernos de acuerdo en si la célebre Cucaracha fue una soldadera, una matrona, si era el carro de Pancho Villa o una locomotora a la que en lugar de carbón le echaban mota. Los expertos en corridos no logran un criterio unánime y en caso de dudas como estas, es preferible recurrir a Agustín Sánchez. Lo que en esta última columna del 2010 nos ocupa, es hablar de los vicios de moda en tiempos de la Revolución Mexicana. Las drogas han acompañado a la humanidad desde los oscuros tiempos de la historia ágrafa y cada cultura ha tenido a la mano su bebida embriagante o planta alucinógena con la que celebrar rituales, hablar con sus dioses o de plano darle vuelo a la hilacha de la embriaguez. En el México de 1910 la mariguana era tan popular como ahora, con la pequeña diferencia de que no estaba prohibida explícitamente ni tenía a todo el aparato policial castigando a sus productores y consumidores. Cierto, aún no tenía el contexto de droga contracultural que asumió en la década de los sesenta con los hippies, pero sí era de uso muy común entre los léperos y la tropa. Por la noche, los campamentos revolucionarios olían a hierba quemada y es bien sabido que tanto la soldadesca revolucionaria como los pelones federales, le daban duro a la grifa cuando estaban en campaña. Un buche de aguardiente y un jalón al carrujo de marihuana era el ritual necesario para dar valor antes de entrar en combate y perderse en la fiesta de las balas. Si bien Francisco Villa era abstemio y no le gustaba que en su tropa hubiera borrachos, parece ser que sus criterios respecto a la mariguana eran más laxos, pues las crónicas y novelas revolucionarias coinciden en que el uso de la hierba era cosa común en la División del Norte. Si bien la mota era una droga del pueblo llano, lo cierto es que los afrancesados aristócratas porfiristas también tenían sus vicios. Desde las elegantes damas que calmaban sus nervios con láudano, hasta los caballeritos que conseguían su freudiana cocaína o los poetas decadentes que se inyectaban morfina en busca de los baudelerianos paraísos artificiales, de la misma forma que algunos se adentraban en las profundidades del oscuro mundo de las comunidades chinas en busca de fumaderos de opio. Victoriano Huerta, cuyo amor enfermizo al coñac acabó por costarle la cirrosis hepática que le arrebató la vida, fue sin duda el presidente que más abiertamente promovió la vida nocturna, el juego y los vicios. Los casinos se multiplicaron durante el breve año y medio en que gobernó México y los bares y cantinas solían estar a reventar, lo cual para el gobierno de Victoriano fue una fuente importante de ingresos para llenar la escuálida alcancía. Los constitucionalistas de Venustiano Carranza tenían políticas más represoras hacia el alcohol y la vida nocturna, pero quienes si de plano rayaron en la puritana intolerancia, fueron los caudillos del Plan de Agua Prieta que se adueñaron de México a partir de 1920. Como bien apunta José Luis Trueba Lara, los generales sonorenses quisieron crear su propia religión, el culto del nacionalismo revolucionario, que en su vocación iconoclasta y anticlerical, acabó por ser más fanático que el más recalcitrante catolicismo. Su odio no se limitaba a todo lo que tuviera que ver con monjas y sacerdotes, sino que se encarnizaba con todo lo que oliera a alcohol o a cualquier tipo de vicio. Los consumidores de drogas, que hasta ese momento habían vivido en el cómodo estatus de lo que “no está prohibido está permitido”, empezaron a padecer el castigo severo del brazo armado de la ley. De hecho es Álvaro Obregón el primer presidente que expidó una legislación coercitiva en contra de la venta y el consumo de drogas por considerar que envenenaban y podrían a la sociedad. A los bebedores no les fue mucho mejor y si bien jamás se llegó al extremo de declarar una ley seca nacional como en Estados Unidos, lo cierto es que en el edén tabasqueño del folclórico cacique Tomás Garrido Canabal los borrachines la pasaron muy mal. El feroz comecuras de Villahermosa despreciaba el alcohol casi tanto como al catolicismo y a los bebedores los castigaba en forma severa y humillante. Lo paragógico del asunto es que mientras Obregón, Calles y sus secuaces emprendían sus campañas antialcohólicas, en Tijuana se vivían tiempos de bonanza gracias a los ríos de cerveza y tequila que tan bien pagaban los estadounidenses prófugos del seco puritanismo y si alguien se benefició de la sed de los gringos, fue un presidente del nacionalismo revolucionario, Abelardo L. Rodríguez. Años después, con Miguel Alemán la vida nocturna y el ambiente cabaretero cobraron auge en el país y la cruzada anti botellas de los de Agua Prieta fue quedando en el olvido. Al final, cada cierto tiempo renacen estos debates entre tolerancia y restricción que se viven actualmente en Tijuana con el tema de las horas extras. Lo cierto es que entre leyes secas o bacanales, nadie nos expropiará el placer de brindar con un suculento vino bajacaliforniano este Fin de Año. Feliz 2011 amigos lectores.