Desparrame al atardecer de un miércoles triste
Al final lo único que tienes es lo que has vivido y desde un tiempo para acá me siento como un enfermo desahuciado o un condenado a muerte que debe peinar el Mundo entero y devorar la Biblioteca de Alejandría antes del final. Me entristece saber que al morir habrá miles de ciudades y paisajes que jamás habré contemplado ni recorrido, un sin fin de libros buenísimos que nunca habrán caído en mis manos, mil y un secretos, descubrimientos y personas que habrán pasado de largo frente a mí. La última vez en Buenos Aires recorría obsesivamente cada calle, cada barrio y cada mañana trataba de descubrir un rincón nuevo, pero al final me he ido de ahí sabiendo que hay una infinidad de secretos de esa ciudad eterna que nunca me serán revelados.
Leo más compulsiva y obsesivamente que antes (si es que esa posibilidad cabe) como un fumador empedernido que no puede estar sin un cigarro entre sus dedos, tomo en mis manos uno o dos libros como objetos contrafóbicos, como escudos contra el vacío, puertas de escape de un mundo que me está tragando.
Me he vuelto diurno hasta la obsesión. Tengo una mente que sólo funciona por las mañanas y cada vez digiero menos la desvelada. El grueso de mi trabajo diario, lo que requiere más dosis de concentración y creatividad, trato de concretarlo antes de las 14:00. Por la tarde sólo me queda ánimo para la lectura, la conversación desconcentrada, el happening puro. De hecho, debo confesar que últimamente la caída de la noche me pone algo triste. Lo más cruel del invierno tijuanense, (con todo y su isla veraniega en pleno enero, cortesía del calentamiento global) es tener noche cerrada antes de las 17:30. Por el contrario, me gusta despertar antes del amanecer y sentir cada poro de mi cuerpo exigiendo su dosis diaria de café, la mente en ebullición, las ideas fluyendo en caravana, por momentos anárquicas y desbocadas.
Mi gran patrimonio son los recuerdos y me aterra la idea de irlo perdiendo. Obsesivo como soy de la memoria, pocas cosas me cagan más que sentir las aguas del olvido mojando ese arsenal de anécdotas. A menudo recuerdo una frase o idea con toda nitidez, pero olvido dónde la he leído o escuchado. De pronto mis recuerdos dibujan un rostro, pero el disco duro no da con el archivo donde se guarda la identidad. A veces me sucede también lo contrario; recuerdo una persona y el rol que jugó en mi vida, pero me resulta imposible construirle una cara coherente. En mi día a día, mientras recorro siniestros ministerios por las mañanas, saludo a demasiada gente de la que he olvidado absolutamente todo. Hay quien me dice que esta obsesión de retener recuerdos podría ser considerada, en términos freudianos, como un complejo de etapa anal. Retener, almacenar, crear una enorme biblioteca de recuerdos a la que poco a poco se comen las polillas. De pronto leo lo que escribí en el pasado como si fueran las palabras de otra persona. Ahí están en el cementerio del absurdo y el olvido las 30 mil notas de páginas interiores que se transformaron en papel picado, el Mito de Sísifo de una jornada de la que has olvidado absolutamente todo.
Al final lo único que tienes es lo que has vivido y desde un tiempo para acá me siento como un enfermo desahuciado o un condenado a muerte que debe peinar el Mundo entero y devorar la Biblioteca de Alejandría antes del final. Me entristece saber que al morir habrá miles de ciudades y paisajes que jamás habré contemplado ni recorrido, un sin fin de libros buenísimos que nunca habrán caído en mis manos, mil y un secretos, descubrimientos y personas que habrán pasado de largo frente a mí. La última vez en Buenos Aires recorría obsesivamente cada calle, cada barrio y cada mañana trataba de descubrir un rincón nuevo, pero al final me he ido de ahí sabiendo que hay una infinidad de secretos de esa ciudad eterna que nunca me serán revelados.
Leo más compulsiva y obsesivamente que antes (si es que esa posibilidad cabe) como un fumador empedernido que no puede estar sin un cigarro entre sus dedos, tomo en mis manos uno o dos libros como objetos contrafóbicos, como escudos contra el vacío, puertas de escape de un mundo que me está tragando.
Me he vuelto diurno hasta la obsesión. Tengo una mente que sólo funciona por las mañanas y cada vez digiero menos la desvelada. El grueso de mi trabajo diario, lo que requiere más dosis de concentración y creatividad, trato de concretarlo antes de las 14:00. Por la tarde sólo me queda ánimo para la lectura, la conversación desconcentrada, el happening puro. De hecho, debo confesar que últimamente la caída de la noche me pone algo triste. Lo más cruel del invierno tijuanense, (con todo y su isla veraniega en pleno enero, cortesía del calentamiento global) es tener noche cerrada antes de las 17:30. Por el contrario, me gusta despertar antes del amanecer y sentir cada poro de mi cuerpo exigiendo su dosis diaria de café, la mente en ebullición, las ideas fluyendo en caravana, por momentos anárquicas y desbocadas.
Mi gran patrimonio son los recuerdos y me aterra la idea de irlo perdiendo. Obsesivo como soy de la memoria, pocas cosas me cagan más que sentir las aguas del olvido mojando ese arsenal de anécdotas. A menudo recuerdo una frase o idea con toda nitidez, pero olvido dónde la he leído o escuchado. De pronto mis recuerdos dibujan un rostro, pero el disco duro no da con el archivo donde se guarda la identidad. A veces me sucede también lo contrario; recuerdo una persona y el rol que jugó en mi vida, pero me resulta imposible construirle una cara coherente. En mi día a día, mientras recorro siniestros ministerios por las mañanas, saludo a demasiada gente de la que he olvidado absolutamente todo. Hay quien me dice que esta obsesión de retener recuerdos podría ser considerada, en términos freudianos, como un complejo de etapa anal. Retener, almacenar, crear una enorme biblioteca de recuerdos a la que poco a poco se comen las polillas. De pronto leo lo que escribí en el pasado como si fueran las palabras de otra persona. Ahí están en el cementerio del absurdo y el olvido las 30 mil notas de páginas interiores que se transformaron en papel picado, el Mito de Sísifo de una jornada de la que has olvidado absolutamente todo.