Eterno Retorno

Thursday, May 20, 2004

Cuando inicias la mañana escuchando Rush a todo volumen y en un semáforo te sorprendes a ti mismo cantando a todo pulmón Free Will y más tarde The Spirit of the Radio, sólo resta afirmar que es un día feliz.

¿Por qué mi personalidad es tan en extremo maleable por el simple sonar de una batería? ¿Cómo puede hacer uno que en sus alucinajes se siente Neil Peart para manejar sin dejar de bataquear sobre el volante?
¿Por qué los partidos amistosos de gigantes futboleros acaban siempre 0-0? ¿Cómo carajos le hace uno para sacar la de ocho debajo de una piedra? ¿Por qué el nuevo presidente de los Tigres (y todos los presidentes de los Tigres y los altos jerarcas de Cemex) tienen la estereotípica cara de empresario regio al que con gusto le rompería el hocico? ¿Será por qué son regios? ¿Será por qué se pudren en dinero? ¿Por qué Stoker es más famoso que Charles Robert Maturin? ¿Y por qué Anne Rice es mucho más famosa que ellos dos? ¿Por qué Mario Bellatin me hizo pensar que todos los autores japoneses son el colmo de la densidad? ¿Se han dado cuenta que Murakami y Banana Yoshimoto acaban por resultar como una bebida dulce en comparación con Bellatin? ¿Por qué tanta gente me ha hecho recordar últimamente La insoportable levedad del ser? ¿Sabían ustedes que ese libro de Kundera, al igual que el de Nachón, lo robé de casa de alguien? ¿No adivinan de quién? ¿Por qué tengo tantos libros autores rusos sobre mi escritorio de trabajo? ¿Será por qué esta redacción es mi crimen y mi castigo? ¿Por qué se me hace el agua el organismo ante la sola mención de un buen Casillero del Diablo? -----Dicen que yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poeta.


De un domingo lluvioso a otro. Me traslado a un domingo del año de 1804 en el que Thomas De Quincey, que entonces tenía 19 años, tomó por primera vez opio.
En esta tierra que habitamos no existe espectáculo más lúgubre que una lluviosa tarde de domingo en Londres, nos dice Thomas.
Carajo, ahora que lo pienso bien yo nací en domingo y mi primer orgasmo, lo recuerdo perfectamente, fue en domingo y mi primer viaje, también fue en ese Séptimo Día del Señor que siempre se pone una máscara de insufrible aburrimiento.



Dice Vila- Matas que dice un Bartleby llamado Del Giudice: -El escritor que trata de ampliar las fronteras de lo humano puede fracasar. En cambio, el autor de productos literarios convencionales nunca fracasa, no corre riesgos, le basta aplicar la misma fórmula de siempre, su fórmula de académico acomodado, su fórmula de ocultamiento-



Todos deseamos rescatar a través de la memoria cada fragmento de vida que súbitamente vuelve a nosotros, por más indigno, por más doloroso que sea. Y la única manera de hacerlo, es fijarlo con la escritura.


Por Daniel Salinas Basave

En un ejercicio de brutal honestidad, he de confesar que al momento de iniciar la lectura de Un funesto deseo de luz, no tenía el más mínimo antecedente de su autor, el filósofo Alberto Constante.
Fue una mañana, deambulando por los pasillos del Libro-Club, cuando encontré sobre una de las mesas un libro de esos que así a primera vista le despiertan a uno cierto olfato.
Un título sugerente, en alusión a la oración del poeta Virgilio retomada por casi un par de milenio después por Klosowski y la promesa de encontrar disertaciones con cierta dosis de originalidad sobre Bataille, Baudelaire, Nietzsche, Sade, Descartes y Heidegger, acabó acabaron por ser el anzuelo definitivo.
Luego de leer con mayor velocidad de la que hubiera deseado las 220 páginas del conjunto de ensayos que integran Un funesto deseo de luz, sólo me resta afirmar que me topé con un libro vertiginoso, tanto, que resulta complicado de asir.
Vaya, Constante jamás cae en la técnica frialdad de la que a menudo adolecen los tratados filosóficos, pero esos arrebatos casi poéticos que salpican casi todas las páginas de la obra, acaban por extraviarse en el desvarío.
Saltos repentinos de Baudelaire a Walter Benjamin, de Kafka a Sade, de Marlaux a Descartes, de Goethe a Kant en medio de un huracán de citas bibliográficas, fragmentos textuales y reflexiones del autor que terminan por sacudir la mente del lector.
Eso sí, Un funesto deseo de luz tiene párrafos y reflexiones lúcidas, memorables, de esas que motivan al subrayado inmediato, pero que por desgracia parecen no acabar por desembocar.
Mentiría si dijera que es un libro de filosofía para filósofos, pues cualquier persona interesada en literatura o poesía podría disfrutar de él, pero tampoco se pude decir que sea una obra introductoria al pensamiento de filósofos y autores reseñados, pues vale la pena haber leído aunque sea un poco de Nietzsche, Sade, Bataille y Heidegger para agarrarle un poco de sentido.
Si estuviéramos hablando de música, bien podría decirse que Un funesto deseo de luz tiene grandes párrafos solistas que son incapaces de sonar como orquesta.

Un funesto deseo de luz
Alberto Constante
Nueva Imagen

Rescato unas cuantas frases de Constante que bien vale la pena rescatar

Siempre he estado convencido de que el pensamiento no tiene dueño, está ahí, en ese lugar del no lugar en el que se crea a sí mismo y se recrea por la intensidad, la excitación, la tonalidad; independientemente de lo que pueda enunciar y más allá de todo enunciado, el pensamiento regresa siempre como intensidad, excitación, tonalidad, en un puro movimiento a partir del cual, encontramos por un breve instante en el enunciado de la grave coherencia.


La lectura hace del libro lo que el mar, el viento hacen de las cosas hechas por los hombres: una piedra más lisa, una forma que se rehace en mil formas nuevas, el fragmento caído del cielo sin un aparente pasado, sin porvenir cierto y seguro, sobre los que nos interrogamos mientras los vemos. La lectura da al libro la existencia abrupta que la estatua parece tener sólo del cincel; ese aislamiento que la sustrae a las miradas que la ven, esa distancia altiva, es sabiduría huérfana que aparta tanto al escultor como a la mirada que aún quisiera esculpirla.

Y por si alguien cree que estoy salpicando el blog de frases que no son mías, me permito plagiarle una más, en esta ocasión a Walter Benjamin para justificarlo: En mis trabajos las citas son como ladrones apostados en el camino que atacan armados y desposeen de sus convicciones al ocioso-